Juan Domingo Perón falleció el lunes 1º de julio de 1974 a las 13 y 10 horas. Todos los argentinos estaban expectantes esperando el inevitable desenlace pues su salud se había deteriorado gravemente.
Una hora después la voz de Isabel Perón era amplificada por la cadena nacional anunciando su muerte. Todos los argentinos esperaban el anuncio de una desgracia que sabían irreparable.
Cuando Perón manifestó su voluntad de retornar definitivamente al país tras su largo exilio, sus médicos trataron de disuadirlo pues la dinámica y las tensiones provocadas por la situación política acelerarían su final. A pesar de ello, decidió marchar inexorablemente a su destino, sin vacilaciones, sabiendo que así se anticiparía su muerte.
Desde la vuelta en noviembre de 1972 hasta su última aparición pública el 12 de junio de 1974 el general controlaba los acontecimientos con dificultades pues la interna del peronismo era una olla a presión que estaba por reventar. Pero lo cierto es que aún así ejercía la conducción sobre el conjunto y era el único que podía garantizar que el proceso político inaugurado dos años antes no fuera un caos ingobernable.
Su muerte provocó en la mayoría del pueblo un sentimiento de tristeza y desazón por la desaparición de su líder, del hombre que nunca los había defraudado, que siempre antepuso el interés del pueblo a su interés personal.
Para los no peronistas su muerte provocó inquietud y temor pues el momento político era, probablemente, el más complejo de toda la historia argentina. La violencia política era el clima cotidiano. Y también ellos sabían o percibían que solo el General podía controlar los desbordes que se sucedían día a día.
Del lunes al viernes el país quedó paralizado. Una sensación de vacío y desconcierto por lo que vendría se instaló en el alma de las mayorías populares.
La coyuntura política al tiempo de su muerte era compleja pero manejable. La mayoría de los partidos políticos, aunque con reparos, acompañaban al gobierno, la economía estaba en crecimiento, aunque ya los grandes conglomerados económicos comenzaban a llevar adelante acciones para desestabilizarla como el desabastecimiento de mercaderías, la mayor parte del pueblo argentino lo apoyaba, y los choques con la izquierda peronista aunque crecían no habían llegado a un punto de no retorno.
El gran problema estaba en el interior del peronismo. El pacto social que Perón había imaginado para salir del estancamiento económico y el consecuente acuerdo de precios comenzaba a desbaratarse por la puja entre sus dos principales actores: la Confederación General Económica, liderada por José B. Gelbard y Confederación General del Trabajo, a cargo en ese momento de Adelino Romero. Lo cierto es que estas dos columnas de la comunidad organizada, que Perón propusiera poco antes, comenzaron una irresponsable lucha que impidió un acuerdo estable y duradero.
En ese marco el clima político era sumamente volátil, contradictorio y confuso. Los aparatos internos del peronismo de izquierda y de derecha peleaban por imponer su supremacía. Esto desembocó en una conflictividad cuya expresión más notoria fue el enfrentamiento entre los distintos grupos guerrilleros, las fuerzas armadas y de seguridad y los grupos paramilitares.
Perón había triunfado en las elecciones llevadas a cabo el 23 de septiembre de 1973 obteniendo el 62% de los votos, una mayoría aplastante y excepcional, que presagiaba que podría manejar el complejo escenario político argentino.
Pero el tiempo no le alcanzó. El 18 de junio, un edema pulmonar lo postró en la cama de la que ya no volvería a levantarse.
Ese 1º de julio fue un día nublado, lejos de aquellas radiantes jornadas peronistas de antaño. El hombre que desde 1945 tenía un contrato tácito con el pueblo estaba a punto de dejarnos para siempre.
El pueblo argentino era consciente de lo que venía. No se engañaba. El vacío político era imposible de llenar. El sentimiento de orfandad se extendió como una mancha de aceite.
Los demonios, por fin estaban desatados y ya nadie podría controlarlos.