Es que la discusión sobre el rol del Estado ha sido siempre eje de importantes disputas. Incluso durante la plena vigencia del modelo agroexportador, que suponía la especialización del país en la producción de materias primas con un Estado interfiriendo lo menos posible en la vida económica, para aprovechar de esta manera las ventajas comparativas en naciones de abundantes recursos naturales y gran extensión territorial como la Argentina. No obstante, la enorme dependencia a las volatilidades de los mercados internacionales, en especial en períodos recesivos, provocaba grandes debates sobre la sustentabilidad del modelo y la necesidad de una mayor participación estatal para respaldarlo. Muchos de ellos fueron invisibilizados ante el paradigma económico dominante del momento, pero tuvieron interlocutores destacados. Algunas de esas discusiones, expuestas por Jimena Caravaca (100“¿Liberalismo o intervencionismo? Debates sobre el rol del Estado en la economía argentina. 1870-1935”), en realidad no están agotadas y pueden rastrearse en los desafíos que enfrenta la Argentina actual.
La crisis del ’30 produjo una reorientación de la política económica y, ahora con el keynesianismo como sustento teórico, la Argentina empezó a forjar un modelo de desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones (100ISI). Fue la propia oligarquía, que por décadas había defendido el sistema librecambista, la que promovía regulaciones destinadas a preservar su situación. La participación directa del Estado empezó a asumir formas diversas: la creación de empresas públicas y la regulación del crédito con la fuerte presencia de bancos estatales fueron algunas de sus expresiones más características, en especial durante el primer peronismo. Ya no era el mercado el agente económico por excelencia y se comenzaba a pensar en el Estado como complemento ideal para distribuir y asignar recursos. A diferencia de la etapa anterior, no solamente se redujo al mínimo el nivel de endeudamiento externo sino que se avanzó en un ambicioso plan de nacionalizaciones que aumentaron la participación estatal en sectores claves de la economía. Pero este proceso fue abruptamente interrumpido, imposibilitando así sostener el impulso económico de estas políticas a largo plazo.
A partir del Golpe militar del ’76, se promovió un nuevo esquema de acumulación basado en lo que suele conocerse como “modelo de valorización financiera”, con las consecuencias más conocidas por todos en lo que se refiere a endeudamiento, concentración económica y desindustrialización. Y en los ’90 terminó por configurarse un programa de reformas donde el Estado se desprendió de muchos de sus activos. La propia idea de que la intervención estatal era nociva para el desempeño de la economía se basaba en la concepción del mercado como una entidad autorregulada, propia del neoliberalismo y de las políticas derivadas del Consenso de Washington. Así fue como se fijaron una serie de pautas de política para que los países en dificultad hicieran frente a sus crisis, provocadas por el “excesivo crecimiento del Estado”, el déficit fiscal, el desaliento a la inversión y al “populismo económico” distribucionista impulsado por los gobiernos. Frente a este nuevo diagnóstico, los organismos financieros internacionales impulsores de estos cambios, en connivencia con los gobiernos de diferentes partes del mundo que los avalaron y los llevaron a la práctica, volvieron a reasignarle al mercado un papel protagónico, reduciendo al Estado a la menor participación posible en la vida económica. Teniendo entonces como horizonte el impulso de políticas públicas orientadas a priorizar la especulación financiera, se liberalizó y reorientó el comercio exterior, se estimuló la inversión extranjera, se privatizaron empresas públicas y se desregularon las actividades económicas. En suma: se tendió a revalorizar las leyes del mercado, priorizando al capital financiero sobre el productivo. Pero este conjunto de transformaciones operó sobre la base de un estudiado dispositivo ideológico que sirvió de sustento para la justificación de todas las medidas tomadas en el país durante casi treinta años, tanto en dictadura como en democracia.
Conclusiones
A partir del 2003 se asiste a un nuevo proceso en las relaciones entre Estado y mercado. Podría pensarse que, tan importante como la institucionalización duradera de un complejo conjunto de mecanismos políticos que potencien la calidad del Estado y de las políticas que lleva adelante, un cambio fundacional de esta nueva etapa debería contemplar la utilización de un lenguaje que defina claramente los campos de acción del Estado y el mercado. No sólo para desnaturalizar el principio de subsidiariedad estatal o de “intervención” del Estado, que revelan una manifiesta toma de postura entre quienes lo suscriben, -tal como sugiere Juan José Carbajales en su libro “Las Sociedades Anónimas Bajo Injerencia Estatal-SABIE”-, sino para alinear el discurso en sintonía con la mayor participación estatal actual en la economía y construir, a partir de ello, un nuevo esquema de conceptualización que sirva de reaseguro al modelo vigente para su continuidad en el tiempo, quebrando así una retórica funcional al neoliberalismo con expresiones que todavía remiten a aquellas épocas. Se trata, por lo tanto, de operar sobre la cultura política, que en definitiva determina y garantiza la perdurabilidad y el éxito de los verdaderos cambios políticos y económicos.
Trabajar en ese sentido impondrá un permanente ejercicio de reflexión, donde seguramente podrá concluirse que los ciclos económicos de mayor volatilidad y menor inclusión social en el país fueron siempre aquellos donde predominó la intervención del mercado en competencias estatales que lo preexisten.
Arturo H. Trinelli