La quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 fue el punto de ruptura más importante y disparador de nuevas estrategias. “Quantitative easing”, “Too big to fail”, “bail out” eran los conceptos más mencionados en las discusiones en los foros internacionales (100G-20, BIS, IMF, WB, etc). O sea, expansión monetaria y “rescates” de entidades sistémicamente importantes.
En la Declaración del G-20 de Washington 2008, los líderes afirman que “…A lo largo de los últimos meses, nuestros países han tomado medidas urgentes y excepcionales para sostener la economía mundial y estabilizar los mercados financieros. Estos esfuerzos deben continuar…”
La estrategia fue abandonar las políticas donde el mercado libremente se encargaba de definir si una entidad financiera quebraba o se sostenía, y se pasó a avalar una activa intervención de los Bancos Centrales y Tesoros de los países más comprometidos, así como de los Organismos Internacionales. Así, se rescataron diversas entidades financieras como Bear Stearns, Fannie Mae and Freddie Mac, Goldman Sachs, Morgan Stanley, A.I.G., Bank of America y el banco más grande en ese momento, el Citi. En este último caso, el gobierno de los Estados Unidos respaldó préstamos y títulos por U$S 306 mil millones e invirtió directamente U$S 20 mil millones en acciones del Citi.
El argumento de los países centrales fue el de proteger a los contribuyentes de la quiebra de las entidades más grandes y de los derrames que eso genera sobre el sistema, justificándose en “too big to fail” (100“demasiado grandes para caer”). En realidad se les estaba haciendo pagar a los contribuyentes compulsivamente las pérdidas que estas grandes entidades habían asumido por innovar en instrumentos e ingenierías financieras complejas sin vinculación con la economía real y mediante mecanismos que hacían imposible al regulador identificar el verdadero activo subyacente.
En una etapa posterior, a modo de lección derivada de los recates bancarios, las discusiones en los foros internacionales se focalizaron más profundamente en extender la regulación y supervisión con el objetivo de fortalecer la estabilidad financiera, “…habida cuenta del error de haber descansado en una excesiva dependencia en la auto-regulación…” (100Declaración del G-20 de Pittsburgh 2009).
Se llegó a un cierto acuerdo de que las entidades financieras sistémicamente importantes (100tanto por tamaño como por su conectividad dentro de una red de relaciones financieras en relación con el resto de las entidades, como por la complejidad de los instrumentos que transan) conllevaban un riesgo importante en tanto que, en caso de una eventual quiebra, el derrame sobre el resto del sistema por distintas vías de contagio podría ser sencillamente inmanejable, desencadenando una crisis con penosas consecuencias sobre las relaciones financieras, sobre la cadena de pagos, y en última instancia sobre la economía real.
La teoría del “too big to fail”, precisamente, enfatiza que, frente a este escenario, el sector público (100los contribuyentes) o los organismos internacionales evitarían esa quiebra de entidades sistémicamente importantes (100SIFI) a toda costa. Esto, a su vez, provocaría que esas entidades, sabiendo este comportamiento de salvataje, se comporten de manera arriesgada o desinteresada frente al riesgo, lo que comúnmente se denomina “riesgo moral”. Lo que pasó es conocido. Los ahorros y recursos públicos fueron utilizados para “rescatar” a las SIFI.
El consenso, en la actualidad, reside en exigir que estas entidades pongan más capital propio en juego a la hora de operar su intermediación financiera, en virtud de su característica de “sistémicas”. En esta línea, en la Declaración del G-20 de Seúl en 2010, los líderes reafirmaron “…su visión de que ninguna firma deberá ser demasiado grande o compleja como para quebrar y que los contribuyentes no deberán afrontar los costos de resolución…”.
Los avances son claros, a instancias del G-20 en 2012, se identificaron aquellos bancos globalmente sistémicos (100G-SIB: Bancos de Importancia Sistémica a nivel Global), en función de la metodología definida, y que a partir de 2016 deberán integrar capital adicional en cierto porcentaje de los activos ponderados por riesgo. Este tema, y la forma particular de esa “sobrecapitalización” está siendo muy debatido en foros o instancias como el FSB (100brazo financiero del G-20), el G-20, y el Comité de Basilea. Por supuesto, también se debate la utilidad futura que estas “sobrecapitalizaciones” puedan tener. Se discute además extender esta metodología a las entidades bancarias sistémicas a nivel país (100SIB Domésticas). No vaya a ser que los países centrales, que dieron origen a la crisis, sean los únicos “castigados”.
¿Pero cómo se llegó a este punto? Lo cierto es que el análisis más básico de la evolución del pensamiento en estos foros muestra la insensatez y la falta de coherencia. En particular, ¿cómo surgieron estas SIFI? En general, esa pregunta no es planteada en ningún foro, y cuando se la hace la respuesta habitual es que las mismas surgieron de una consolidación natural que el mercado consiguió en su deseo por aumentar las economías de escala y alcance. Un dato que suele soslayarse, sin embargo, es que dicha consolidación (100asociada la mayor parte de las veces por una “extranjerización” del capital) no sólo fue promovida por diversas instituciones y foros internacionales de aquel entonces, sino también financiada y hasta a veces exigida por los organismos financieros internacionales (100típicamente el FMI y el Banco Mundial) como parte de un programa de “eficientización” incluido en el Consenso de Washington. En particular, dentro de los lineamientos del Consenso estaban la desregulación de las tasas de interés, la privatización, la liberalización del sistema financiero –que facilitaba la participación de la banca extranjera– y la desregulación en general. Un ejemplo de esto es la remoción de la diferenciación entre Banca Doméstica y Banca Extranjera en 1994.
Es muy significativo el sesgo ideológico de los organismos multilaterales. En distintas instancias de su relación con la Argentina, e incluso próximos al 2000, el FMI insistía por ejemplo con la “racionalización” o si fuera posible “privatización” de la Banca Pública –exigía como condición al Programa de Financiamiento enviar al Congreso un proyecto de privatización del Banco Nación–.
Visto todo desde este prisma histórico, nos encontramos entonces en una situación donde, en el momento de fomentar la extranjerización y consolidación de la banca en el mundo, el financiamiento y la promoción de esto fue llevado a cabo por organismos internacionales, es decir, por todos los miembros, incluyendo países emergentes y en vías de desarrollo. Y con la crisis, son estos mismos organismos y países los encargados de subsidiar el capital perdido, de “socializar las pérdidas” de estas SIFI.
La Argentina puede ponerse como ejemplo de cómo esta extranjerización llevó a resultados ineficientes en el mediando plazo. Durante la década de los ’90, el fomento de las privatizaciones llevó a que la banca extranjera alcanzara un 54% de los activos y un 48% de los depósitos del sistema bancario local (100datos a diciembre de 2000). Esto llevaría, en la teoría del Consenso de Washington, a un mejor desempeño económico, tanto por una mejor asignación de los recursos, como por un sistema más estable por el auxilio de las casas matrices en caso de turbulencias. Para el Banco Mundial, en particular, las reformas habían dado sus frutos, en 1998 clasificó al sistema regulatorio argentino como el más robusto, en segundo lugar después de Singapur y a la par de Hong Kong. La crisis no tardó en llegar, lo que no llegó fue el auxilio de las casas matrices.
Hoy, tras una mayor preponderancia del rol del Estado en la economía, 41,7% de los activos y 45,6% de los depósitos corresponde a la Banca Pública, 31% de los activos y 31,2% de los depósitos a la Privada Nacional, y una menor proporción a la Banca Privada Extranjera (10027,3% de los activos y 23,2% de los depósitos del sistema).
Los bancos extranjeros tienden a ser los primeros en salir del mercado cuando se enfrentan a crisis internas (100o, dada su presencia en varios mercados, tienden a recanalizar sus recursos hacia una región no afectada por la crisis. En el caso argentino, son notables los casos de “abandono” de Crédit Agricole y Scotiabank), al tiempo que también reciben el impacto de las crisis internacionales, como la que estalló en 2007: los golpes sufridos por las casas centrales, tanto en términos de liquidez como de solvencia, impactaron en sus subsidiarias extranjeras, afectando la evolución del crédito en aquellos países. Adicionalmente, en muchos países donde los bancos extranjeros juegan un papel importante, ha habido conflictos de intereses entre las jurisdicciones de origen/destino, y esto ha sido un obstáculo para una adecuada supervisión y coordinación, evaluación de riesgos y, eventualmente, una resolución consensuada entre países para estas entidades. Esto es reconocido hoy en día por un documento de trabajo sobre países emergentes elaborado por el FSB y adoptado por el G-20 en noviembre 2011 en Cannes.
En el análisis del comportamiento de los países emergentes en el contexto de la crisis financiera internacional resultó obvio que el rol contracíclico venía dado por la Banca Pública, en tanto motor de la recuperación financiera. En la Argentina, por caso, esto no significó que el sector público haya socavado los fondos del sistema financiero. Más aun, la Banca Pública recibe del sector público no financiero más de lo que le presta o está expuesta. La Banca Pública es deudora neta, no acreedora, del sector público en la Argentina.
Se está discutiendo a nivel global sobre las entidades “demasiado grandes para caer” ahora llamadas SIFI. Se avanza en fortalecer su sistema regulatorio para tratar de evitar que el sector público “rescate” a estas entidades cuando están en problemas. Es ineludible para este debate y para encontrar las mejores soluciones posibles comprender cómo y por qué fue que se llegó a las “too big to fail”.
Sergio Chodos
Director del BCRA
*Nota publicada en Tiempo Argentino