Mientras tanto, en tierra firme, los acontecimientos son definitivamente favorables para el ilegítimo golpe que acaba de derrocarlo. Un hecho curioso demuestra el poco apego a los valores republicanos y a la verdad: la Junta acepta la renuncia de Perón que nunca presentó.
El día 23, el general de división Eduardo Lonardi asume la presidencia de la nación. Sus primeras medidas son disolver ambas cámaras del Congreso de la Nación e intervenir las provincias. Cambia a todos los miembros de la Corte Suprema de Justicia. El contraalmirante Isaac Rojas, un furibundo y malsano antiperonista, es nombrado vicepresidente.
El 24 el gobierno, hace pleno ejercicio de la hipocresía que lo caracterizará de ahora en más y emite un comunicado en el que da garantías a Perón, de quien dice que se ha embarcado en una nave militar de un país amigo donde ha buscado asilo “voluntario”.
Al cuarto día de su estadía en la cañonera, es apostada en el muelle una compañía de infantes de marina frente a la nave, en actitud amenazante.
El día 25 llega al puerto de Buenos Aires otra cañonera paraguaya, la Humaitá, enviada por el gobierno guaraní para trasladar a Perón hacia Asunción. Sin embargo, el gobierno provisional argentino teme que si se traslada por el río Paraná, a su paso, se subleven las guarniciones militares del Litoral y se levante la población; especialmente tiene miedo de lo que pueda suceder en las ciudades de Rosario y Santa Fe. Especulaban que era posible que Perón se bajara de la cañonera en algún punto y se internara nuevamente en territorio argentino encabezando una contraofensiva, en cuyo caso la suerte del gobierno “libertador” estaría echada. Sabían que Rosario hervía en esos momentos, repuesta de los primeros días de estupor.
En la ciudad, todo ocurre vertiginosamente. Muere Tamborini, el radical que había integrado la fórmula de la Unión Democrática en 1946 y que había perdido las elecciones frente a Perón. El día 26, regresan los marinos y civiles que se habían exiliado en Uruguay tras el cobarde bombardeo de la plaza de Mayo el fatídico 16 de junio de ese año que había dejado cientos de muertos civiles inocentes y son recibidos como héroes. El 30 comienzan a funcionar oficialmente las comisiones que investigarán la conducta del gobierno peronista. El contralmirante Teisaire –vicepresidente de Perón en su segunda presidencia- se ofrece a declarar en su contra. Tiempo después trascenderá que había aconsejado a Lonardi: “O matan a Perón o jamás asentarán el régimen revolucionario Si Perón sale con vida de su ratonera, olvídense de consolidar el golpe de Estado. No tengan la menor duda de que dentro de un año, o de cinco o de diez, habrá establecido paulatinamente las condiciones de su retorno. Ahora ha sufrido una derrota solo aparente y, en todo caso, estoy persuadido que capitalizará los errores que ustedes puedan cometer”. Palabras proféticas del traidor.
Años más tarde, en conversaciones mantenidas con su biógrafo Pavón Pereyra, Perón explica entretelones de su caída: “Solo la defección de algunos generales hizo aconsejable mi retiro del terreno de lucha. Además, la tibieza, la atonía, se habían apoderado de ellos, dispuestos a todo menos a pelear (100…) La deslealtad debe tener naturaleza parecida a los tejidos cancerosos, porque sus ramificaciones habían invadido el cuerpo vivo de las instituciones. Me quedaba el recurso de aceptar la guerra civil, que nos aseguraba la victoria por una vía cruenta y dolorosa, que de ninguna manera estaba dispuesto a aceptar. (100…) Tenía un dolor que me paralizaba la respiración cuando veía a los que me rodearon en su real dimensión: los Lagos, los Videla Balaguer o los Aramburu, que padecían de una extraordinaria pequeñez”.
En esos días de forzada reflexión, Perón caracteriza el golpe militar como: “financiado por fuerzas que se agitan adentro y fuera de la Argentina. Se trata de una verdadera traición consumada en perjuicio del pueblo y como todas las traiciones, también ésta ha sido comprada con dinero”.
Con el paso de los años y la perspectiva histórica que ellos traen, Perón realizó este análisis: “Cuando mi caída, Inglaterra consideró oportuno festejar la derrota argentina como una victoria típicamente inglesa. El propio Churchill se creyó obligado, ante una Cámara de los Comunes delirante, a encender los fuegos de su pirotecnia verbal. Para saber lo que yo significaba para ellos bastaría recorrer el diario de sesiones que consigna con detalles su explosión de ira, su rencor nada disimulado. Dijo que mi caída era el hecho más importante para el Imperio después de la segunda conflagración mundial, y que no se me daría perdón ni cuartel hasta el fin de mis días”.
En Buenos Aires, los diarios y las radios llevan adelante una campaña de difamación con la finalidad de desprestigiar a Perón acusándolo de todo tipo de negociados y de actos inmorales.
Finalmente, el 3 de octubre llega a Buenos Aires, el hidroavión Catalina, enviado por el gobierno paraguayo para trasladar a Perón hacia Asunción. A las 11,40 acuatizó en el Río de la Plata, a metros de la cañonera, custodiada por dos torpederas argentinas.
Minutos más tarde, se acercan al avión un patrullero grande y un chinchorro. Este último se acerca al costado del Catalina, que baila en el agua con los motores encendidos en medio del río. Perón viene acompañado por el nuevo Canciller argentino, Mario Amadeo, el embajador paraguayo, Juan Chaves, el general paraguayo Demetrio Cardozo –amigo de Perón- y el mayor Cialceta, también asilado. Amadeo le entrega el salvoconducto y le da la mano a Perón, quien al intentar subir al avión trastabilla y casi se cae al agua. Recordando los pormenores del agitado trasbordo, Perón contó: “Mi equipaje, durante la estadía a bordo de la cañonera, se había limitado a dos valijas, preparadas por el camarero de la Presidencia, bajo la vigilancia de un funcionario del gobierno golpista. Tomé ubicación en el hidroavión que bailaba sobre el lomo de las olas. El agua entraba en la cabina. Esperamos que el viento se calmase. De repente sentí los motores bramar con furia sobre mi cabeza, el avión luchaba con la corriente sin poder despegar. Parecía que estuviese pegado al agua. Seguimos flotando por dos kilómetros, después de los cuáles se levantó unos metros, pero cayó súbitamente y con violencia sobre el río encrespado. El piloto no se desanimó, volvió a intentar el despegue y a poco rozamos los mástiles de una nave y finalmente pudimos emprender viaje. Buenos Aires surgía de entre una cortina de niebla que más parecía de humo. Con los ojos comencé a recorrer la ciudad y, sin quererlo, me encontré señalando algunos edificios que reconocí de entre tantos que como una selva cubrían el centro de la ciudad. Dije hasta luego a la Argentina, no adiós”.
Uno de los tripulantes, el joven oficial Edgar Usher, testimonió los pormenores del viaje que duró cinco horas: “Todo el proceso previo al viaje y el transcurso del mismo estuvo signado por el desarrollo de una guerra psicológica manejada por fuentes argentinas. Las radios argentinas y uruguayas, y voceros oficiosos, difundían las versiones más terroríficas, tales como que Rojas había expresado a su gobierno que estaba dispuesto a hundir la cañonera o derribar el avión, y matarse luego; que fuerzas de infantería de marina se disponían a asaltar el buque, y otras cosas por el estilo”.
A las 17,45 de ese 3 de octubre de 1955 desciende el avión en Paraguay y comienza el largo e injusto exilio al que las fuerzas gorilas lo obligaron.