Texto publicado originalmente en Panamá Revista
Por: Pablo Touzon y Federico Zapata
NOMENKLATURA Y CASTA
Hay palabras que hacen “época”, que se abren paso, se emancipan y desarrollan una vida propia mucho más allá de la voluntad de sus propios creadores. Frankenstein conceptuales, dicho en el mejor de los sentidos. Algo de eso sucede con la palabra “casta”, importada a estas costas por Javier Milei, pero que recorre el mundo como un fantasma, desde, por lo menos, la gran crisis mundial del 2008. Reflejo de un poder político en crisis y bajo osteopatía permanente, y fruto de una ola que transformó en buena medida muchos de los sistemas políticos de Occidente. De Iñigo Errejón a Javier Milei, del Brexit a Trump, de la Primavera Árabe al Mensalão. En nuestro país, sin embargo, el concepto “pega” ahora. ¿Por qué? ¿Existe una casta en la Argentina?
Mijail Voslensky nació en 1920 en el entonces territorio de la Unión Soviética. Formó parte de la Academia de las Ciencias de la URSS y por esa vía, desarrolló cercanía con el Comité Central del Partido. Era historiador, filósofo y sociólogo. En 1972 Voslensky es encargado de impartir cursos a cuadros de partidos comunistas extranjeros. Así llega a Alemania Occidental, lugar donde se exilia, dando su vida un vuelco radical. Para lo que acá nos importa, en ese momento comienza a investigar y a escribir la que constituiría una obra colosal de la sociología política publicada en 1980: “La Nomenklatura. Los Privilegiados de las URSS”. En este libro, Voslensky propone un método: utilizar el análisis marxista de las clases sociales, pero esta vez dirigido, en espejo, a sus propios “dueños”. Administrar un poco de la propia medicina a la estructura social y de poder de la “Patria de los Trabajadores”.
Lenin era completamente consciente del rol de la clase dirigente, o lo que él denominaba, “una organización de los revolucionarios profesionales” capaces de constituirse en el primer motor de la historia. Contradiciendo los postulados del materialismo dialéctico (“no es la conciencia del hombre la que determina su existencia, sino la existencia social del hombre la que determina su voluntad”), Lenin introduce la idea de que el “aporte externo” (el Partido) puede “manipular” el interés de clase. El leninismo fue ante todo una teoría del poder político, la “teoría de la voluntad” que le faltaba a la Revolución para terminar de cerrar el paradigma inconcluso del siglo XIX. Este fue, a la postre, su legado más perdurable, uno que persiste aún en el modelo de gobernanza de la segunda potencia mundial del siglo XXI.
¿A qué clase pertenece la organización de los revolucionarios profesionales? A ninguna. Lenin colocaba a ese organismo por fuera de la época. Su papel consistía en revertir el sistema de producción y el orden vigente, precisamente porque no tenía papel en el sistema de producción de esa época. Su rol histórico era, una vez en el poder, ser una organización de dirigentes profesionales. Una nueva élite dirigente.
¿Qué fue exactamente lo que pasó en la URSS? Una vez en el poder, la necesidad de gobernar la orientación del proceso de transformación (estatizaciones, centralización, monopolio de la actividad política) obligaron a desarrollar el “aparato” del Estado y del Partido. Así, nos dice Voslensky, la vieja guardia leninista, cansada por las tareas militantes de años en clandestinidad, comenzó de pronto a verse amenazada por jóvenes arribistas, atraídos por los puestos de responsabilidad. Esa masa de administradores, con el correr del tiempo, no sólo colonizó el Estado, sino también el Partido. Se trataba del ascenso de la burocracia en desmedro de la vieja guardia de revolucionarios profesionales. Así como Lenin inventó la organización de los revolucionarios profesionales, sería el apparatchik Stalin quien inventaría a la Nomenklatura, su hija no reconocida. Y este no reconocimiento es central: la Nomenklatura es la única clase en la Historia que niega su existencia como tal y todos los privilegios e intereses corporativos que traen aparejados. Clases son los otros.
¿Cuál era la relación de la Nomenklatura con la economía? Voslensky nos dice que a diferencia de lo que ocurre con la burguesía, la propiedad privada no constituye el rasgo distintivo de la Nomenklatura. No es la clase de los poseedores. Es la clase de los dirigentes. Sus dos funciones esenciales son administrar y ejercer el poder. Si la burguesía ejerce su dirección sobre la producción social en el plano de la economía, la nomenklatura lo hace a partir de tomar el poder el Estado para luego avanzar, con ese poder, sobre la economía. Es decir, su poder en la economía no es más que una consecuencia de su rol principal: el poder político.
O en todo caso, para un nomenklaturista, la economía no cumple un rol estratégico de desarrollo tecno-productivo, sino que, por sobre todas las cosas, debe cumplir un rol primario en la maximización del beneficio de la clase dirigente (su plusvalía): aumentar el poder político. En el mejor de los casos, el desarrollo puede ser una herramienta para ese fin primero. O puede no serlo. Y aquí entramos a la cuestión medular: el carácter potencialmente parasitario de la clase dirigente. Nos dice Voslensky, “una clase se hace parasitaria desde el instante en que su rentabilidad social disminuye: esta clase comienza a costar a la sociedad más de lo que aporta”. En otros términos, los privilegios de clase con tendencia parasitaria aumentan (la parte del producto nacional que extrae) mientras simultáneamente cae su propia contribución a ese producto. Una élite que no produce nada se convierte en casta.
El grado de degeneración, dependerá en última instancia, del tamaño del monopolio: “mientras mayores dificultades experimenta la competencia para combatir el monopolio, más se acentúa la degeneración parasitaria de la clase dominante, su transformación en una casta esclerosada que pesa sobre la sociedad, la despoja de su sustancia sin ofrecerle nada a cambio”. Inspirados en el espíritu del viejo disidente soviético, volvamos a la pregunta inicial: ¿Existe una Nomenklatura en la Argentina?
ÉLITE Y NUEVA COALICIÓN
¿Es importante para una nueva coalición esta caracterización histórica sobre los nomenklaturistas? La respuesta es sí, con mayúsculas. Porque una nueva coalición tiene que negar a la vieja coalición estatusquista para llegar a ser una realidad efectiva. Fundamentalmente, tiene que hacer lo contrario. En este sentido, la pregunta por la nomenklatura de la larga crisis argentina es sociológica y se retrotrae a una crisis anterior, que fue la condición de posibilidad de la configuración de una nueva élite: el 2001.
Si por un instante, aunque más no sea analíticamente, uno se abstrae del cotillón y la pirotecnia del juego electoral de las coaliciones en estos últimos 20 años, puede considerar ese sistema emergente como un régimen gubernamental. En ese tablero ampliado, entre 2001 y 2008, termina de emerger la élite política que gobernará la Argentina hasta la actualidad, y lo que es más relevante, la economía política de esa élite. Su disfuncionalidad y también, su posibilidad de superación. Si bien es un proceso que opera como una totalidad (un sistema), analíticamente es posible identificar cuatro dinámicas con sus correspondientes líneas de fuga.
1. Eclipse de Sol
¿Qué es lo primero que podemos decir sobre el sistema político que legó la crisis del 2001? En primer lugar, que el kirchnerismo es el corazón de la élite post-2003 y que, aunque el macrismo (entre 2015 y 2019) haya intentado -en lo discursivo- encarnar una salida de ese esquema de poder, en los hechos terminó reforzando la centralidad del kirchnerismo en ese sistema político. En ese sentido, el resultado de las elecciones en el 2019 resulta confirmatorio. Por eso, las internas que atraviesan tanto a la coalición gubernamental como a la opositora son un reflejo de una crisis sistémica, de época, cuyo epicentro es el agotamiento del sol que ordenó esa galaxia: el kirchnerismo. La crisis del kirchnerismo se socializa y coparticipa. Es una crisis de todos.
Si esto es así, y como primer punto, podríamos decir que la salida de la crisis (una nueva coalición) supone en primer término la reformulación del sistema político-electoral que se edificó en torno a la centralidad del kirchnerismo y de los liderazgos que este trajo aparejado. Incluidos, por supuesto, los opositores que orbitan alrededor de ese sistema. Las coaliciones actuales son expresiones de este sistema y su crisis, no los canales para su resolución. Como señalaron tanto Pablo Gerchunoff como Jorge Castro en este mismo dossier, es difícil que esa ruptura se cristalice sin una dosis extra de liderazgo político, que con inteligencia, voluntad y audacia se propongan interpelar tanto al peronismo como al no peronismo, para construir clivajes nuevos, más productivos y también más contemporáneos, en un período de fuerte desafección de la política como el que transitamos. Reformular implica, probablemente, combinar una dosis de viejos y nuevos elementos, operando a partir de diagonales entre los actores existentes, pero abriendo las compuertas del sistema político a los nuevos emergentes.
2. Geopolítica y Sangre Azul
La élite que emerge en 2003 expresa una geopolítica novedosa en la Argentina posmenemista: la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense consagrados como actores absolutamente excluyentes, consecuencia de un sistema institucional que catapultó a la demografía como factor único en el reparto del poder. No es casualidad, que, en el período analizado, emerjan ipso facto dos grandes partidos nacionales: el Partido de la Ciudad de Buenos Aires y el Partido del Conurbano Bonaerense. De ahí provienen, abrumadoramente, la casi totalidad de los cuadros dirigenciales de esta nueva nomenklatura; y de ahí que en los hechos se haya constituido en una suerte de “distrito único” para las carreras electorales de muchos dirigentes relevantes que saltan ante cada elección la frontera borrosa de la General Paz.
Al interior del kirchnerismo, ese movimiento inventivo supuso unir dos universos que hasta ese momento habían funcionado en avenidas separadas: el progresismo de la Ciudad de Buenos Aires y el peronismo del conurbano bonaerense. Esa nueva élite debía, por vía de una política de protección a la vieja industria fordista, incluir a los trabajadores formales del primero, segundo y tercer cordón; por vía de una política de reparación social, contener a los nuevos trabajadores informales que el viejo sistema ya no absorbía; y, por vía de una política de identidades (identity politics), politizar y movilizar las agendas de la progresismo porteño, al punto de estatizar esa rica cultura que se había construido, desde la sociedad civil, en las décadas de los ’80 y ‘90. Una suerte de hidrocarburo moral. Desde las Madres hasta Página 12, del Indio Solari a León Gieco, el paso del progresismo “de mercado” al progresismo de Estado puede entenderse en esta clave política.
Sostiene Voslensky: “Toda clase dominante tiene que resolver el problema de su propia reproducción y encontrar la manera de transmitir su poder y privilegios a sus hijos, cerrando el flujo a los nuevos parvenus”. La proliferación del principio sucesorio familiar completa el plano. El peso desproporcionado de esta “sangre azul” no es patrimonio exclusivo de los príncipes peronistas, aun cuando estos tengan hoy un rol protagónico. La herencia patronímica derrama y se explaya en la repetición de los apellidos Kirchner y Macri, una política clánica que sólo amplifica los peores defectos de esta endogamia en una mala versión de Game of Thrones. Si éste fuese sólo un “problema peronista”, casi sería un problema menor.
En ese sentido, el fracaso gubernamental del macrismo entre 2015 y 2019 puede explicarse en gran medida porque se concibió a sí mismo como una oposición al interior de un régimen. Una oposición de la oposición, al decir de Martín Rodríguez, mucho más que el protagonista de un nuevo orden. La seducción del 41%, la novedad de constituir un nuevo polo sustentable y poderoso de “no peronismo” los cegó frente a la posibilidad cierta, hoy más fuerte que nunca, de ocupar la centralidad ante el vacío peronista. Sin hipótesis firme de reemplazo de la economía política anterior –ante la defección de los mercados internacionales que no acompañaron para resolver desde afuera la sociología económica argentina- parecieron conformarse con ser el mejor segundo de la Argentina peronista. El gran sueño de la mano invisible, pero en la era digital.
Por lo tanto, superar este orden supone la configuración de una nueva geografía y geometría de poder. Una “Batalla de Caseros” contra todo esa matrix, no sólo contra su ala izquierda. Esta tesis, que hoy es en parte un ejercicio teórico, dada la crisis de electorabilidad en el corazón del sistema (el kirchnerismo), puede devenir en una posibilidad real. En otros términos, la pregunta de la época que se abre en este 2023 es constituyente: qué orden edificar una vez derrotado cultural, social y económicamente el kirchnerismo. Pasar de la deconstrucción a la construcción. De ahí la disfuncionalidad patriótica de la cruzada de los extremismos, y también su falta de sentido histórico profundo.
Mauricio Macri parece hoy ser consciente de los efectos negativos de esta política, pero no de sus causas. El arco narrativo zoológico de la oposición, con sus halcones y palomas, parece reproducir sin más el proceso del peronismo, pero esta vez en clave derechista. Persiste una admiración implícita en el método que dominó la última década y el deseo de levantar el pabellón caído e inservible de la batalla cultural. El “kirchnerismo de derecha”, simétrico e inverso, sin embargo, no sólo no posibilitará un cambio de régimen, sino que lo perpetuará. El reemplazo de unos “revolucionarios profesionales” por otros, imbuidos del mismo espíritu de vanguardia, elitista y excluyente, tendrá el mismo resultado fallido para la Argentina que el de “izquierda”. El ala derecha de este sistema, hoy en franca descomposición. Se le suma una preocupación institucional: los últimos dos mandatos presidenciales prohijados por este “modelo de gobernabilidad” fueron de un sólo período, con gobiernos colgados del travesaño y pidiéndole la hora al referí. ¿Qué destino tendrá la agenda halcónica una vez derrotado el kirchnerismo? Parafraseando a Joseph de Maistre, uno podría suponer que, de lo que se trata, no es de hacer una revolución contraria, sino de hacer lo contrario de esta Revolución.
3. Castanomics
Toda nomenklatura supone potencialmente un ejercicio parasitario sobre la estructura social y económica del país. En el corazón de la élite post-2003, se edificó una coalición económica dominante, muchas veces disimulada, y justamente por eso, poderosa. Si uno corre todos los velos y superposiciones de actores para llegar a la columna vertebral de ese dispositivo, lo que encuentra son dos sistemas de alianzas transversales: los fabricantes de electrónica y el sistema bancario nacional.
Las empresas electrónicas de ensamblado colonizaron toda la política ambacéntrica y dominaron en estas décadas la orientación de la política de consumo y la política industrial. Del ahora 10 al ahora 30. Si estimular el consumo fue la “coartada” de cara a la sociedad, este mecanismo empresarial colonizó el epicentro de la política industrial y canalizó el grueso de los recursos públicos en torno a una vieja matriz fordista anacrónica, intensiva en bienes importados, que operó estimulando la crisis de la balanza comercial en el país.
Por su parte, los bancos nacionales, ante un mercado doméstico chico y poco apetecible, encontraron en el endeudamiento del tesoro un negocio óptimo, que, además, les permitió tener un poder diferencial sobre la élite política. Si en el kirchnerismo, el déficit fiscal implicaba acudir al mercado financiero local, en el macrismo, el endeudamiento externo consolidó, vía el peso en moneda extranjera de la matriz de endeudamiento, la centralidad del sector financiero local como auxilio a las necesidades de financiamiento del tesoro. La contracara del discurso supuestamente “progresista” del expansionismo fiscal ha sido el poderío y el negocio que el sistema financiero local montó con la financiación de los déficits fiscales, a costa del financiamiento al sector privado.
La nomenklatura creyó que con la cimentación de una coalición empresarial “amigable”, tanto desde el punto de vista del financiamiento de la actividad proselitista como de la agenda de políticas (un mix de nostalgia por el viejo fordismo con finas hierbas de city financiera), aumentaría su autonomía y poder político. La fascinación subliminar por China y su régimen, así como por el gobierno de Putin, expresa en este sentido, una ecuación en clave interna: ellos se “desarrollaron económicamente” por su “concentración del poder político”, ergo, déjenos concentrar el poder político. El impacto de esa forma gubernamental en la Argentina democrática ha sido, sin embargo, la edificación de un Estado cuya dinámica ha funcionado taponando la morfología social que requiere el desarrollo de una economía dinámica a nivel nacional. El campo, el gran enemigo kirchnerista post-2008, explicó en 2021 prácticamente el 70% de las exportaciones argentinas en un país que exporta un tercio de lo que exportan los países de la región. ¿Y el resto de la burguesía “amigable”? ¿Cuál ha sido su aporte en estos 20 años?
Ensamblado y tasa de interés, el corazón de la economía política de la élite 2003. Y como se trata del comportamiento de un régimen, ninguno de los dirigentes intra-AMBA que buscaron disputar la conducción del régimen entre 2015 y 2019 (Macri, Massa, Scioli, Fernández), cuestionó ese sistema vivo, que, además, alimentó y financió el grueso de las aventuras políticas. Por lo tanto, una nueva coalición requiere salirse de esa trampa de financiamiento (político y gubernamental), a cambio de ganar dosis de autonomía (reales) necesarias para impulsar una política de reconversión tecno-productiva. Ayudar a consolidar e institucionalizar una nueva coalición empresarial. Un nuevo liderazgo empresarial, que no dependa de las regulaciones estatales, no constituirá una burguesía dócil, gobernada desde el Estado. Pero sí puede facilitar, la emergencia de una política con mayores dosis de autonomía relativa y un Estado con capacidades públicas reales, además de un nuevo patrón de desarrollo doméstico e inserción internacional.
4. Otra Coalición Para Otro Sistema
La pregunta por la nomenklatura y su carácter parasitario nos revela un aspecto central del proceso histórico que se abrió en 2003. Al final de cuentas, y con la perspectiva que nos aporta “el diario del lunes” histórico, el proceso kirchnerista no se constituyó sobre una estrategia de desarrollo –mala o buena- sino centralmente, y como toda nomenklatura, sobre un proyecto de poder. Hoy su crisis de gobierno y su pérdida de proyección futura lo deja expuesto. La idea misma del “repliegue”, que supone la posibilidad de un refugio frente a la victoria “neoliberal”, termina de confirmar este reflejo de clase. ¿Dónde se “replegarán” los pobres que se afirma representar? ¿En qué municipio? ¿En qué empresa amiga? ¿En qué universidad o repartición estatal? Las corporaciones sólo se preocupan por aquellos que consideran los suyos.
El kirchnerismo al peronismo primero lo salvó y ahora lo está destruyendo. En la fase final de este proceso, el peronismo en su forma actual ha dejado de existir como factor ordenador central, lo cual se refleja en fuerzas centrífugas que lo desbordan por izquierda y por derecha. Para volver a protagonizar, tiene que volver a reinventarse, en un proceso de reforma muy profunda. Por eso, la nueva coalición tendrá que organizarse necesariamente sobre bases más transversales a nivel político y social y sobre el principio de un nuevo modelo de desarrollo y una nueva economía política. Hoy “el centro” no existe, hay que reconstruirlo.
En este sentido histórico-material, la nueva coalición no puede construirse sobre un mero proyecto de poder (aunque lo suponga). Debe ser centralmente un proyecto de desarrollo, que vuelva a unir el poder político con los sectores más dinámicos de la economía argentina y con sus sectores más postergados, en una nueva diagonal histórica. El Estado no lo puede todo, pero a la vez puede mucho. “Cerrarlo”, la solución del clima de época, no resolverá nada. El leviatán tiene que asumir una función acorde con el siglo en el que está. Una función que, además, sigue siendo indelegable. En otros términos, las soluciones fáciles de los “partidos de la gente” o demás artilugios de corto plazo, sólo implican -en el mejor de los casos- una deserción de responsabilidad.
¿Cuál podría ser esa misión?: constituirse en el articulador de una nueva mayoría que funcione como soporte y sujeto social de las transformaciones que son urgentemente necesarias, con eje en una nueva idea, actualizada, del desarrollo nacional. Y no suplantar o pretender sustituir a la sociedad en ese proceso. Todo lo contrario. Se trata de empoderar y potenciar a la sociedad. Elevarla. Jerarquizarla. Sacarle lo mejor. Por eso, el desafío no es ni puede ser emprender una guerra contra la Argentina y sus actores “realmente existentes”. Sino, más bien, diseñar una nueva estructura de incentivos que reorganice los roles e identidades de esos mismos actores. El Estado (y la política) sí puede ser el primer motor de esa reconfiguración. Algo un poco más difícil que gritar en YouTube.