Texto publicado originalmente en Panamá Revista
Por: Luciano Chiconi
Una pieza proselitista moderna y genial es el fundamento político de la democracia: en 1983, no era inverosímil que un pacto militar-sindical existiera. La definición de Alfonsín expresaría algo más que una consigna electoral pensada para ganarle a un PJ aturdido por la huella de los ‘70; también (y más sustancialmente) describiría una transición del sistema dirigencial del país que la sociedad estaba convalidando antes que los propios dirigentes: el nuevo pueblo del ’83 (la clase media) hacía una cancelación explícita del partido militar, y una implícita del partido sindical. Al mismo tiempo, habilitaba la gran misión de la democracia: la construcción y empoderamiento de una corporación política civil que hasta ese momento no había existido en tanto poder autónomo, como única corporación con atribuciones y cierta “discrecionalidad democrática” para imponer un sistema de gobernabilidad en el país. El peronismo, que había quedado en orsai con la denuncia durante la campaña del ’83, tardaría algunos años en asumir que la avivada retórica de RA era la clave de su propia “actualización doctrinaria” para volver al poder.
La Renovación Peronista sería la firma al pie de esta transición interna que disolvería al peronismo como corporación sindical y lo transformaría en la corporación política (un punto de arranque común junto al resto de los partidos políticos que se “actualizaban” en 83-85) que la sociedad reclamaba para organizar la relación de la democracia con el mercado en una fórmula de “gobernabilidad capitalista” socialmente exitosa. Por “socialmente exitosa” se consideraba la idea de que la corporación política (es decir, el peronismo político cuando gobernara el PJ) prevaleciera a la hora de encauzar el conflicto social y garantizara, más globalmente, la adhesión de la clase media (el nuevo pueblo) a esa coalición des-corporativizada que armaba el régimen democrático, gobernara quién gobernara, sin ataduras partidarias.
Durante esta gran larga marcha que podríamos extender hasta la crisis de 2001-2002, la clase media aceptó ser socia en las ganancias de los logros de la corporación política sin mayores cuestionamientos al orden democrático. Esto fue así porque el rasgo común de la praxis política en esa época en torno a muchos temas (el juicio a las juntas, la represión al MTP en La Tablada, la represión a los carapintadas, la convertibilidad, la reforma constitucional del ’94) significaba el compromiso weberiano de entregarle “resultados políticos” a la clase media para sobrevivir en ese nuevo pacto, sustrayendo del accionar estatal la vieja permeabilidad ideológico-corporativa que funcionó hasta la eclosión de los ’70 (fierros, Rodrigazo, represión ilegal). La certeza cabal de la corporación política en su golden era fue que no se podía gobernar bien la Argentina a partir de la idea de que toda la sociedad debiese o pudiese estar encuadrada en una organización social, porque no había economía ni sociedad para eso.
La crisis del 2001 sacó de la cancha a la UCR como socio minoritario de la corporación política, y el peronismo en interna general (elecciones de 2003, 2005) mostraría dos o más versiones electorales (la vieja y la moderna) que zanjarían la sucesión con una oferta para la clase media que “reemplazaría” a la UCR y a la vez “renovaría” al PJ (Duhalde-NK contra Menem y Rodríguez Saá en 2003, NK contra Duhalde en 2005). Después de la crisis de 2001 que eclipsó la confianza de la clase media en la corporación política, el peronismo pudo sostener la vigencia del sistema de gobernabilidad asumiendo un rol muy marcado de “partido económico de la clase media”.
Se confirmaba la línea de un peronismo político líquido, que privilegiaba el uso de su autoridad política para “calzar bien” en los humores y dolores de la clase media empobrecida por el corralito y la devaluación competitiva de Remes Lenicov (la mejor devaluación de la historia económica argentina junto a la de Krieger Vasena en 1967) por encima de cualquier “presión resistente” de sus flancos sindicales (“sus obreros”), sus militancias barriales (“sus descamisados”) y de los incipientes movimientos sociales (“sus pobres”) que pusiera en riesgo tanto su control hegemónico del poder como un sistema de gobernabilidad destinado a “proyectar” (todo el tiempo) la economía de la clase media.
De la nueva coalición para gobernar la Argentina que arma la corporación política del ’83, hay un único factor que no cambió (ni podía cambiar) a pesar de las sucesivas crisis económicas (que sí obligaron a cambiar alianzas económicas en 1983, 1989 y 2002): la alianza social con la clase media.
Si proyectáramos en el tiempo sus resultados políticos, la reacción del entonces peronismo gobernante al conflicto con los chacareros agropecuarios en 2008 supuso, en una praxis más conceptual, un final abrupto de la alianza social de la corporación política con la clase media. Paulatinamente, ese peronismo kirchnerista reemplazó a la clase media por una “economía para los sindicatos” y “una economía para los movimientos sociales”, ambas institucionalmente minoritarias y poco transables para las pautas que desafiaban al desarrollo capitalista argentino. Esta nueva-vieja alianza social (sin la densidad representativa de los ’50, ’60 o ’70) generó un partido de gobierno más dogmático y elitista, que sistemáticamente renegó del monopolio de la coacción política en el manejo del conflicto social. Un poder político replegado comenzó a diseñar la política económica y la política social a través de la “experiencia testimonial” de los sindicatos y los movimientos sociales, dejando de lado la economía de la clase media.
Si la consolidación cultural del kirchnerismo como peronismo realmente existente del siglo XXI reflejó la clausura de la alianza forzosa de gobernabilidad entre el partido de gobierno y la clase media, y con ello el cierre de la larga etapa democrática de la “corporación política” para pasar a la etapa más abrasiva de las “castas” (la política, la sindical, la de la burguesía nacional asistida), la pregunta central que surge es si la llegada de Macri al poder en 2015 logró construir una nueva alianza social con la clase media sobre el vacío peronista como punto de partida de una nueva coalición de gobierno.
Lo último que quedó en la memoria social del intento de partido de gobierno de Macri fue una corrida cambiaria infinita que no pudo plasmar una economía estable destinada a la clase media como logro bisagra a defender con un voto mayoritario en 2019. Macri tuvo una visión quizás muy abstracta de lo que es la clase media (como el FdT tiene una visión abstracta de los sindicatos, los movimientos sociales y los pobres) que, por ejemplo, no terminó de integrar en un modelo de gobernabilidad a los votantes del Frente Renovador de Massa. Una alianza social con la clase media es construir una economía, una cultura laboral y una cultura de consumo destinada a muchas clases medias. En ese sentido, el partido de gobierno macrista creyó que con el levantamiento del cepo se comía, se educaba y se curaba. Esta percepción demasiado focalizada de las necesidades de la clase media obstruyó la posibilidad de un despegue inicial por exportaciones que impactara más integralmente en la productividad y el empleo de una economía real más ligada a la clase media. Macri tardó dos años en percibir esta situación.
En el plano del manejo del conflicto social, Macri (siempre hablando de la faceta “partido de gobierno” de su conducción política) tampoco fundó un ground zero del decisionismo que alineara a empresarios, sindicatos y movimientos sociales detrás de una iniciativa económica reformista con eje en la clase media. Por el contrario, se sostuvo un esquema “indexatorio” conforme a las lógicas necesidades sindicales, y no se avanzó en la hoy tan de moda discusión sobre la transformación de los planes sociales en puestos de empleo. Frente a este statu quo, gran parte de la clase media sintió frustrado su propio horizonte y suerte en una economía privada sin crecimiento. Los votos del ballotage del 2015 no parecían “volver” a la comunidad en la forma de una alianza social con la clase media que estableciera un nuevo partido de gobierno sobre el vacío de poder dejado por el peronismo kirchnerista.
La fisonomía política que adopta Macri para presentar hoy su “segundo tiempo” nos dice mucho más sobre aquel problema de gobernabilidad de Cambiemos que cualquier análisis detallado de la “gestión”. Este Macri más thatcherizado, más preocupado por exhibir coraje político para encarar casi “de prepo” todas las reformas que le faltaron a su gobierno (achicar el Estado, disciplinar a los sindicatos, sacarle la política social a los movimientos sociales) expresa la fe de un converso que se quemó las manos en la trampa gradualista. Macri critica a Macri en la raíz política de su concepción del poder: no haber construido un partido de gobierno, no haber trascendido con una marca decisionista made in macri por encima de un gradualismo que no le garpó a ningún sector de la sociedad.
Este Macri pos-marcospeñista que parece aceptar la dimensión política sofisticada del reformismo liberal realmente existente del pasado (Menem, Felipe González, Cardoso, Salinas de Gortari, Thatcher) pero que todavía no sabemos si encontró la fórmula gobernable de su propia película reformista (no sabemos si habló con Schiaretti, un viejo conocedor de la densidad política que requirió la liberalización menemista), nos sirve para fijar por donde pasaría la discusión de un nuevo partido de la clase media en la Argentina de hoy.
La consolidación de la inflación como problema central de la economía y a la vez como fundamento político del gobierno del FdT (licuación de deuda, recaudación impositiva, paritarias de la aristocracia obrera) hace que la cuestión social del empobrecimiento de la clase media se resuelva “por derecha”. Como en 1989, a mayor inflación, mayor consistencia de una salida reformista de la crisis. La inflación alta tiene un aspecto social muy cruel, donde la carrera de la supervivencia se hace muy árida en términos de competencia clasista: la sociedad comienza a evaluar “su pobreza” frente a otros sectores sociales. En ese sentido, la inflación hace que la clase media pierda su condición de tal mucho más rápidamente de lo que otros sectores sociales “protegidos” se empobrecen.
Perdido por perdido, la clase media vislumbra y acepta (¿acepta?) el horizonte de las reformas estructurales como promesa de la salida de su crisis. A esta altura de los acontecimientos, es poco probable que un nuevo partido de gobierno consiga colchón social para gobernar si no plantea de arranque una ambición reformista, al menos como fuga hacia adelante respecto de la crisis económica.
En el rubro “base social” de una nueva coalición, JxC y la oposición están más cerca del debate real que el FdT. Macri y Bullrich consideran que ya le sacaron el capital simbólico a Milei y plantean un difuso polo reformista (más consignista que político) dentro de JxC que por ahora “marca los tiempos” del debate opositor. Rodríguez Larreta y la UCR todavía no reaccionaron a esta dinámica con su propia postura reformista, pero comienzan a intuir que las reformas estructurales ya no son un tema de radicalizados o moderados, sino la condición social básica que haga posible una nueva gobernabilidad frente a la crisis y después de ella, o que al menos permita terminar el mandato presidencial que viene.
En el caso del FdT, su transición acelerada de “el peronismo” a un simple partido de centroizquierda (con toda la mutación sociológica que eso implica en la cultura argentina) lo coloca más cerca de hacer política para los “beneficiarios residuales” del modelo inflacionario (la burguesía industrial subsidiada, los sindicatos, los pobres estatalizados) que de ofrecerle un sueño después del desierto a la cada vez más heterogénea y menos encuadrada clase media.
A este problema casi estructural, se suma la impronta específica de gobierno que desplegó el FdT en estos años, donde la licuación del poder presidencial derivó en una más conceptual incapacidad del peronismo político para imponer una agenda que le marcara los tiempos a sus aliados corporativos (el sindicalismo, los movimientos sociales, el cristinismo). Esta especie de anarquía decisoria congénita del oficialismo potenció la política de vetos cruzados entre el PEN y sus aliados políticos con un resultado social previsible: donde el FdT ve virtud política y gestión (abastecer los reclamos de algunos sindicatos, el sector estatalizado de la clase baja y la parte asistida del sector empresario), la clase media ve casta y la falta de una economía que “dé opciones” de derrame mestizo en el sector privado.
Como vemos, antes que la falta de una alianza económica moderna (que tampoco tuvo), el FdT asumió la presidencia de la nación sin diseñar un sistema de autoridad política orientado a construir y defender una nueva base social de mayorías compatible con las expectativas electorales de 2019. No solo no se ordenó la política corporativa “peronista” detrás de los intereses económicos mayoritarios de la clase media, sino que se fomentó un proceso inverso (régimen de inflación alta) que terminó de diluir el sentido histórico del peronismo como “partido de la clase media” y autor de gobernabilidad.
No es lo mismo pensar el ajuste que hacer el ajuste. Cualquier programa reformista que se proponga como salida de la crisis y punto de referencia para el armado de una nueva coalición económica más permanente y “hegemónica” para un capitalismo sin crisis (en tanto las reformas sean el único santo y seña político aceptado por la clase media) corre el riesgo de ser una propuesta más si antes no se funda una nueva combinación de política y poder (distinta de la que ofrecieron los últimos gobiernos que tuvo la Argentina) basada en un compromiso cultural con la clase media.
Sin una nueva tradición de gobernabilidad que arme y sostenga esta alianza social, es poco probable que el reformismo económico atraviese el conflicto social y se realice como política de Estado. Quizás aquí sea entonces donde sin ninguna nostalgia, convenga revisar alguno de los insumos operativos de la corporación política del ’83 para decodificar que podría ser hoy “gobernar bien”.
Después del ’83, la premisa pre-ideológica que unió a la dirigencia política fue que gobernar para la clase media era gobernar para el otro. La clase media no era una clase, sino todos aquellos sectores de la sociedad que no estaban amparados en el paraguas de algún lobby u organización institucional setentista. La matriz cultural que sobrevive en esta vieja idea es la conciencia política de que gobernar para la clase media es gobernar contra los políticos, contra el sistema que se elitiza. Gobernar para la clase media era el límite de “la interna”.
El problema actual de la política es que desde las dirigencias se plantean visiones estereotipadas y clasistas de la sociedad. El planero del conurbano que caga en un balde, el iva responsable inscripto que veranea en Miami: aunque no lo diga en voz alta, la clase política que fomenta el antagonismo tiene su propio chivo expiatorio social de la crisis, y deja a la intemperie la falla tectónica de su propia gobernabilidad, porque considera que la sociedad es más culpable de la crisis que los políticos.
Una nueva coalición social y económica debería desandar este camino y re-comenzar por lo básico: transmitir el sentimiento de que es posible una comunión política con la clase media, donde la clase media no sea una categoría sociológica sino todas las clases medias que habitan el suelo argentino. A partir de allí podríamos pensar en un nuevo partido de gobierno que sienta que gobernar para la clase media es gobernar para el orgullo de todos los sectores sociales que, de uno u otro modo, se empobrecieron en estos largos años de crisis.