Por: Florencia Angilleta
Texto original publicado en Panamá Revista
Nací vieja. Para quienes nacemos con esa condición, con el corazón hecho de cementerios, quizá, el futuro pueda estar hecho de señales del pasado, “mensajes”, escombros, pozos de petróleo, luciérnagas al revés que traen luz u oscuridad (o ambas). Pero un futuro lleno de pasado no es nostalgia. El pasado no es un manual de instrucciones. Porque nada cambia más que el pasado. Hace unas semanas, revisando papeles familiares, encontré el carnet del sindicato de la Federación Obrera de la Industria del Vestido de mi abuela. No sabía que mi abuela estaba afiliada. Un testamento del nunca me metí en política, siempre fui peronista. Cerré el carnet, como quien ve un fantasma, y recordé que mi abuela cuando era chica me decía: “sentí los fusilamientos”. Eso era materialmente imposible. Vivía en el mismo barrio, pero a muchas cuadras. Aunque ese manto de terror de la masacre de junio de 1956, de alguna forma, nos rodeaba. Emanaba del pozo del baño. Si los futuros son los nombres de las calles (esos trabalenguas donde se cuelan las generaciones: Canning, Republiquetas, Del Tejar, ¡Cangallo!, una Buenos Aires que un poco se escurre entre los dedos), el otro mapa superpuesto es el de los golpes. Una generación se nombra por el golpe que marcó su juventud. Mi otra abuela decía “el golpe” -así, estirando la “l”- y se refería al del 55. Ese “el”, ese artículo, casi deíctico, rozaba algo que estaba en la palabra pero que metía la cuchara en otro lado. A cada futuro su escalofrío.
El meme perro chico-perro grande es la contraseña (a veces, muy graciosa) de “todo tiempo pasado fue mejor”. Aunque esa fiebre del paraíso perdido también es trunca. También puede ser millenial. La paradoja del meme del perro es que la “retromanía” corre el riesgo de ser millenial a ultranza. Somos el perro que se muerde la cola: cuanto más marmolizamos la fuerza del pasado, más nos alejamos de él. Medianoche en París, de Woody Allen, se pregunta exactamente cuál es la época en la que vale la pena estar vivos.
El nudo de la trama es la historia de un escritor que visita París y encuentra un túnel para aparecer en la ciudad de los años veinte. La historia se torsiona cuando continúa el viaje al pasado: para los años veinte, la tierra prometida es la Belle Époque. La añoranza está siempre un paso atrás.
Una película, una ficción, en definitiva, la literatura, procesan los futuros porque los futuros están hechos de lenguaje. No como “mentiras”, desde ya, ni necesariamente como invenciones (aunque ésta es una posibilidad, los futuros de los noventa, del “fin” de la historia están amasados en esos despliegues utópicos o distópicos). Ricardo Piglia en La Argentina en pedazos organiza parte de estos nudos ficcionales entre el XIX y el XX, de sus continuidades y desvíos. Los futuros del siglo XX tienen sus propios cantos (de la Belle Époque al “no future”). El futuro está hecho de promesas, pero la promesa no es un juramento (la promesa es lo opuesto del juramento, que invoca la ley y el cumplimiento, el seguimiento de lo pactado), ni tampoco se solapa con la esperanza (contraria también a la promesa, que no es teleológica, ni tiene contenido o valoración a priori, ni implica espera). La promesa se distancia de la ley y del orden (aunque no se haga de espaldas a ellos), y produce la pregunta por el “acontecimiento”, por lo que haga temblar. La promesa no tiene guión, no sabés cómo termina, pero eso no la desinfla ni le saca peso, ni la “relativiza”. La promesa hace que el pasado nunca deje de cambiar.
La pregunta por el futuro, esa que se parece a pasarle un raspador a la incertidumbre, puede ser también la pregunta por el futuro del trabajo. Más que el “fin” del trabajo, vivimos una época en la que todo se parece a trabajar (hasta conocer pareja o compartir las fotos del cumpleaños, todo está a medio minuto de tener la forma de una “ocupación”) o cada vez más personas tienen más de un trabajo (después de estos años de pandemia una amiga no puede volver presencial porque precisa completar con otros laburos que hace “mientras” trabaja). Hoy diríamos que una definición rápida de la clase media es tener más de un trabajo. No porque los más vulnerables no precisen de esa rotación (de las multichangas, de las horas extras) sino porque uno de los efectos de la inflación (es decir, del descalabro de la inflación, de esa inflación que pasó el techo del cincuenta por ciento) es que se la intenta domar con trabajo para no “caer” de clase. A más inflación, más trabajo. La clase media intenta frenar el agujero del bolsillo laburando cada vez más. Primero se rompió el salario como “salario familiar” (que una familia entera pueda vivir de un sueldo de sus miembros), y ahora la relación entre salario y trabajo está rota, porque trabajar no te salva de ser pobre ni te da un pasaporte directo a ninguna clase. ¿Qué padre o madre puede hoy respirar con alivio cuando su hijo o hija le dice “conseguí laburo”? ¿Qué sería ese “alivio”?
Digámoslo al revés: ¿qué es el futuro? ¿Qué es un mes? Un comerciante que atiende una fiambrería lo explica así: “antes fin de mes era alrededor del 25, cuando la gente pedía 100 gramos o si llevaba más de una cosa no pagaba en efectivo. Ahora fin de mes es cada vez más pronto. De repente arranca el mes, pagás todo, y ya es fin de mes. Y se paga con tarjeta cada vez más, aunque sea el 10”. La tarjeta, ese cartoncito nacido para los gastos extraordinarios (el electrodoméstico, el viaje, algún regalo) se volvió financiamiento de la vida cotidiana (ya no hay ahorros, se especula pidiendo créditos o se financia bajo un costo estrepitoso). Los números se disuelven en el aire. ¿Cuánto hay que ganar para vivir?
El futuro sólo en sí, ¿qué es? Los sueños de “m’hijo el dotor” (también ficción) eran sueños de futuro. La estirpe de derechos era, literalmente, estirpe: que lo que no tuve yo lo tengan mis hijos. La Argentina de clase media ha sido una Argentina de futuro: la igualdad se hacía con futuro, con ascensos, con pases del otro lado del mostrador. La comoditización de ciertos bienes (los viajes, los traslados, los posgrados, la electrónica) producen alteraciones de la oferta y la demanda en la propia vida: colgar el título de magíster en un departamento alquilado, tener una foto debajo de la Torre Eiffel en el coche que se usa para Uber a la noche “para completar”, salir en el bolsillo con un producto que vale (¿dos, tres sueldos?) el celular. Viajar, consumir, estudiar: futuros más cortos, futuros por un rato.
Si hubiera que agarrar a la época por dos fotos a lo mejor en una está Milei y en otra la “cancelación”. Las dos hablan de lo mismo de distinto modo: de que los fines podrían justificar los medios, de la fantasía de que se pudiera hacer un futuro sin conflicto. Milei en esa pregunta sobre “¿podrá ganar?” es también la pregunta del futuro. En el fondo, Milei hace una política del trabajo. Les habla a quienes laburan y eso no los exime de estos mil quilombos, de la soga al cuello. El peronismo antes del consumo, antes de los derechos políticos, antes y antes era un partido de futuro. La ciudadanía peronista es una ciudadanía del trabajo: la integración a través de la vía del trabajo. La constitución de 1949 es eso. Un futuro. En 1973, el año más lisérgico, después tiene en 1974 La Ley de Contratos de Trabajo (que se vendía en los kioscos). Pero Milei es el nombre –el “síntoma”– de este desacople que vivimos entre “los políticos” y “la gente” porque, ¿qué promesa le hace la política hoy a la sociedad? El desacople de cuando nos pasó esto: los padres ya no sueñan con el futuro de sus hijos… le temen.