por David Chagoya
Integrante del Área de Estudios Políticos y Sociales de Gestar
La defensa y promoción del trabajo organizado ha sido uno de los grandes pilares del pensamiento peronista desde sus cimientos porque, como lo demuestra nuestra historia, los movimientos sindicales tienen gran capacidad para actuar colectivamente en beneficio del trabajador, que en definitiva es la unidad elemental de toda sociedad funcional y que bajo este ordenamiento laboral ve incrementadas sus posibilidades de mantener a su familia regularmente conservando al mismo tiempo dignidad en el trabajo.
Las sinergias y simbiosis resultantes entre empleados e industrias se materializan en mejores trabajos, productos y servicios, y asimismo se expresan en mejoras tangibles para la comunidad al reforzar las economías locales a través de un círculo virtuoso. Al más puro estilo keynesiano, la seguridad laboral y mejoras salariales que implican los contratos colectivos producen un efecto multiplicador que eleva la demanda de consumo y, por tanto, beneficia del mismo modo a las empresas locales.
De esta manera, al formar sindicatos y adherirse a ellos, los trabajadores pueden transformar empleos de baja remuneración en puestos con salarios dignos y oportunidades de desarrollo. Es innegable entonces que durante el transcurso de los años el trabajo organizado ha anclado los estándares de vida de las clases baja y media no solo en la Argentina sino igualmente en el resto del mundo.
Pero al aumentar los ingresos de los trabajadores, los sindicatos tienen un efecto negativo sobre la parte de la renta que corresponde al capital, por lo que el ala derecha del pensamiento económico (100encabezada por Estados Unidos) ha elaborado toda una narrativa contra las organizaciones sindicales que redunda en la supuesta pérdida de eficiencia y productividad de las empresas ante la “rigidez” de un mercado laboral acotado por el poder de los trabajadores. Así, es común encontrar publicaciones de think tanks del ala derecha1 que culpan al sindicalismo por el colapso de industrias altamente sindicalizadas.
Para esta corriente ideológica, los sindicatos actúan como cárteles laborales que al imponer salarios más altos fuerzan a las empresas a pasarlos a la gente a través de precios más altos, lo que termina por dañar a los consumidores y a los trabajadores no sindicalizados que no pueden acceder a oportunidades laborales abiertas para todos. Además, según nos dicen, en esta economía mundial cada vez más competitiva es mentira que los sindicatos negocien mejores salarios para todos; solo lo hacen para los empleados de compañías cuyas ventajas competitivas les permiten pagar más.
Sus detractores afirman también que el sindicalismo actúa como un impuesto a la inversión en capital. Mayores salarios reducen los márgenes de ganancia de las empresas, por lo que estas responden disminuyendo la inversión, lo que a su vez se traduce en pérdida de competitividad y empleo de largo plazo, efecto particularmente dañino durante las recesiones porque retrasa la recuperación económica.
Curiosamente, dentro de la lista de supuestas desventajas del sindicalismo figura la crítica de que los sindicatos redistribuyen la riqueza entre los trabajadores (100¡¡!!), de tal forma que todos reciben lo mismo independientemente de lo mucho o poco que colaboren, por lo que a las empresas se les dificulta atraer y retener a los mejores empleados porque estos no quieren contratos sindicales que limiten sus salarios.
Este discurso apologético de los mercados laborales flexibles (100eufemismo para desregulación y facilidad de despidos) echó raíces profundas en Estados Unidos, donde el sindicalismo ha caído constantemente. Hace 40 años, aproximadamente una cuarta parte de los trabajadores estadounidenses pertenecía a sindicatos, los cuales constituían una fuerza económica y política importante. Ahora, la membresía a sindicatos ha bajado a 11,2% de la fuerza laboral asalariada, y los convenios colectivos apenas cubren al 12,4% de los trabajadores empleados. Y, como podemos ver en el gráfico 1, el sindicalismo estadounidense está más concentrado en el sector público (100solo 6,7% de los trabajadores del sector privado pertenecía a sindicatos en 2013, cuando en 1973 la cifra correspondiente era de 24,2%).
Como consecuencia, diversos autores han señalado que además de haber dejado de promover la integración racial y la asimilación de inmigrantes, en Estados Unidos los sindicatos han perdido su función igualadora de ingresos. La desigualdad en el ingreso sigue siendo mucho más baja entre los trabajadores sindicalizados que entre los no sindicalizados, pero como solo 11,2% de los trabajadores pertenece a un sindicato, la habilidad de los sindicatos para afectar los salarios de los trabajadores no sindicalizados en la misma región o sector industrial (100que solía ser significativa) actualmente es insignificante. Se estima que aproximadamente un tercio del enorme crecimiento en la desigualdad en el ingreso en Estados Unidos desde la década de 1970 se debe a la caída del sindicalismo2.
Esta tendencia contraria al trabajo organizado incluso encontró suelo fértil en la mayoría de los países integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (100OCDE), que concentra a las naciones más desarrolladas del mundo. A partir de las décadas de 1960 y 1970, el advenimiento del neoliberalismo económico-financiero produjo una reconceptualización de los esquemas de producción, en la que la capacidad organizativa de la fuerza laboral fue vista como un impedimento para maximizar la productividad a través del libre mercado.
Son notables los enormes esfuerzos realizados por gran parte de los países europeos para cumplir con el nuevo paradigma. La reestructuración de Portugal fue salvaje: entre 1978 y 2010, el porcentaje de trabajadores sindicalizados cayó 41,4 puntos porcentuales (100p.p.). El caso de los Países Bajos también se destaca, con una caída del sindicalismo equivalente a 23,5 p.p. La contracorriente a esta tendencia la encabezaron los países nórdicos, principalmente Finlandia y Dinamarca, donde la representación de los trabajadores organizados de hecho se elevó marcadamente desde 1960 (100ver cuadro 1).
El deterioro de los sindicatos a menudo ha sido pintado como inevitable, o al menos como necesario para que las empresas sigan siendo internacionalmente competitivas. Sin embargo, la conexión global entre sindicalización y competitividad es bastante tenue. Si la lógica detrás del desarme del sindicalismo es la maximización de la productividad, la evidencia empírica para apoyar esta noción realmente no permite hacer generalizaciones categóricas. Al contrario, se observa una mezcla de resultados que más bien inclinan la balanza hacia el lado contrario de la mesa de debate.
Por ejemplo, los países escandinavos son los de mayor densidad sindical3 del mundo desarrollado y, de acuerdo a la escuela neoliberal, deberían ser los más ineficientes. No obstante, si incorporamos al análisis el ranking de países según el Índice de Competitividad Global 2013-2014 publicado por el Foro Económico Mundial, tenemos que Finlandia y Suecia figuran dentro de los países más competitivos.
De hecho, Finlandia, donde casi siete de cada diez trabajadores pertenecen a un sindicato, es más competitiva que Estados Unidos, pues allí apenas uno de cada diez trabajadores está sindicalizado. Suecia también echa abajo la doctrina dominante, puesto que con altísimo índice de sindicalización (10067,7%) está un lugar por debajo de Estados Unidos en lo que a competitividad se refiere. Conviene destacar que aunque Suiza tiene más sindicalización que Estados Unidos es el país más competitivo del mundo. Francia, sorprendentemente de los menos sindicalizados, se queda muy rezagado en lo que a competitividad se refiere.
En vista de esta evidencia, conviene preguntarse cuáles son las relaciones e interrelaciones que realmente están operando. Un estudio4 comisionado por el Banco Interamericano de Desarrollo (100BID) sobre sindicalismo en América Latina rechaza la existencia de una relación negativa inequívoca entre sindicalismo y competitividad, adhiriendo a la hipótesis planteada por otros autores en el sentido de que si bien es cierto que los sindicatos efectivamente elevan los salarios, la competencia nacional e internacional no solo involucra precios sino también calidad, y es más probable que se conserve la calidad en sistemas altamente participativos donde los trabajadores están sindicalizados5.
De acuerdo con el estudio del BID, en el Perú hay una clara posibilidad de que los sindicatos estén teniendo un efecto positivo sobre la productividad, mientras que en Brasil, el sindicalismo afecta positivamente el desempeño económico de las empresas en términos de rentabilidad, empleo y productividad. En Uruguay, los sindicatos incrementan los salarios y el empleo, promueven la inversión y aumentan la productividad.
Por tanto, es evidente que para las compañías, industrias y toda la economía los sindicatos ofrecen un enfoque distinto para mejorar la productividad y calidad6. Contrariamente a lo que dice el discurso dominante, los sindicatos cierran el camino fácil y tan transitado de tomar al trabajo como variable de ajuste reduciendo costos, recortando salarios y beneficios. Más bien, bajo el paraguas del sindicalismo, los empresarios tienen que competir a través de otros medios, como mejorar la productividad de su fuerza laboral y la calidad de sus productos y servicios generando ventajas competitivas.
Esto lo comprendió muy bien Néstor Kirchner cuando, luego de la caída de la convertibilidad y la subsecuente crisis económica e institucional, su gobierno rompió el paradigma neoliberal que imperaba en la Argentina y reenfocó todos los esfuerzos del Estado en la recuperación del trabajo, reconociendo al sindicalismo como un medio eficaz para recuperar la dignidad del trabajador. Esta impronta peronista fue conservada e intensificada durante los mandatos de Cristina, por lo que el número de negociaciones colectivas y personal comprendido en ellas ha crecido drásticamente.
En el cuadro 3 se distingue que, entre 2004 y 2013, el número de negociaciones colectivas aumentó 388,2%, cubriendo actualmente a más de 4,3 millones de trabajadores argentinos (1002,5 veces más que en 2004), concentrados principalmente en la industria (10035,1%), el transporte (10021,6%) y servicios (10014,5%). Además, las categorías en las que más ha aumentado el salario7 gracias a los convenios colectivos han sido químicos, alimentación, bancos privados, construcción y textiles, todos de la iniciativa privada, y son los salarios de la administración pública los que menos han crecido (100gráfico 2), contrariamente al discurso que escuchamos en el sentido del acrecentamiento relativo del costo de la burocracia.
De todo lo anterior se evidencia que, bien manejado, el sindicalismo es una estructura institucional que puede posibilitar un círculo virtuoso arraigado en un profundo sentimiento de estabilidad: al ofrecer buena paga y beneficios, las compañías pueden contratar y retener fuerza laboral de alta calidad, y dado que los trabajadores bien pagados tienen menos probabilidad de renunciar, las compañías sindicalizadas reducen los costos conectados con la rotación de personal.
El peronismo entiende que al trabajar en un ambiente de confianza y respeto, las compañías y los sindicatos pueden evolucionar sus relaciones en sociedades genuinas para mejorar la productividad, conservar al día las habilidades de los empleados y mejorar la calidad de productos y servicios.
Por otra parte, puesto que los sindicatos fijan estándares para los ingresos de los trabajadores no asalariados, derraman sus beneficios sobre el resto de la sociedad, mejoran toda la economía y refuerzan la cohesión social. Al dar a los trabajadores una parte más grande de la riqueza que producen, los sindicatos han colaborado a crear la demanda de consumo que es el motor del crecimiento económico; al empoderar al trabajador, han ayudado a crear las bases de un pueblo que reconoce sus derechos y participa abiertamente en los procesos democráticos, reforzando por otro camino las instituciones del país y creando una sociedad más justa y equitativa de beneficios compartidos. Ese es el sindicalismo que los peronistas respetamos y valoramos.
Notas
1. Sherk, James, “What Unions Do: How Labor Unions Affect Jobs and the Economy”, The Heritage Foundation, 21 de mayo de 2009.
2. Rosenfeld, Jake, “What Unions No Longer Do”, Harvard University Press, febrero 2014.
3. La OCDE define densidad sindical como el ratio entre el número de trabajadores sindicalizados y el número total de trabajadores asalariados.
4. “What Difference Do Unions Make? Their Impact on Productivity and Wages in Latin America”, Peter Kuhn y Gustavo Márquez, edits, BID, 2005.
5. Mishel, L., y P. Voos. 1992. “Unions and American Competitiveness”, en L. Mishel y P. Voos, editores. Unions and Economic Competitiveness. Armonk, Estados Unidos: M.E. Sharpe, citado en Kuhn y Márquez (1002005).
6. Vidal, Matt y Kusnet, David, “Organizing Prosperity”. Economic Policy Institute, 2009.
7. Salario conformado: compuesto por el salario básico, los adicionales estipulados y los aumentos por decreto del Poder Ejecutivo, en caso de que no estuvieran incorporados a los salarios de convenio o ya hubieran sido absorbidos por aumento.