Unas noches atrás estaba sentado al borde de mi cama preparándome para ir a dormir cuando, sin motivo alguno, una idea comenzó a rondarme por la cabeza, hasta que se clavó como un doloroso aguijón en mi cerebro: ¿hay otra realidad más allá de la que me cuentan la mayoría de los periodistas y funcionarios en la televisión?
Una vez instalada esta duda venenosa, no pude conciliar el sueño en toda la noche. Tras mucho cavilar me decidí a emprender una aventura, tal vez peligrosa para mi salud mental. Iría al exterior a ver con que me encontraba.
Munido de una libretita y una birome y con el afán de documentar todo lo que viera y escuchara comencé a patear las calles.
A poco de andar me percaté de un extraño fenómeno, la mayoría de la gente tenía el ceño fruncido, empecé a notar un peligroso estado de ánimo, algo así como una predisposición natural a la pelea frente al menor percance o contrariedad.
Debo acotar que mi primer día fue en la ciudad de Buenos Aires, cuna de la revolución de la alegría, motivo por el cual no salía de mi asombro al notar ese rictus pendenciero en la mayor parte de los porteños.
A medida que recorría la ciudad comencé a notar que muchos negocios estaban desocupados, y los que no, prácticamente estaban vacíos. Entré en una librería a comprar una agenda, no había nadie y por tanto recibí la solícita atención que merecía el único cliente que en ese momento estaba dispuesto a cometer una locura, comprar algo que no es esencial para la vida. Me puse a charlar con el vendedor, quien hizo una curiosa interpretación de los hechos. Me contó que un tal González, cercano al gobierno de Cambiemos, explicó a la población en general, que un asalariado no podía pretender comprar autos, celulares, televisores o irse de vacaciones en el verano. Esa había sido una ilusión que el anterior gobierno demagogo y populista le había hecho creer a los argentos pretenciosos. El amigo vendedor entendía que en definitiva, todo lo que no fuera comida y boletos de tren y colectivo, eran artículos superfluos fuera del alcance de los mortales comunes y corrientes. Solo le faltó decir que por fin se alinearon los planetas.
Entonado por una ginebrita que me tomé de un saque al mediodía entré en un pequeño café del barrio de Almagro y le pregunté al encargado como andaba el negocio. Me miró con cierta desconfianza, pero cuando le dije, engañándolo, que estaba haciendo una nota para un diario, se animó y con cara de “un muchacho que sabe me contó…” inició una larga perorata acerca de la herencia recibida, de lo mal que estaban las cosas, de la inflación que había con el gobierno anterior, y que el déficit fiscal y que la emisión monetaria y que estaban fundiendo al campo y que se yo cuantas otras cosas por el estilo. Para hacerlo entrar en confianza yo asentía como si coincidiera con todo lo que exponía. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle si el negocio estaba mejor el año pasado o éste. Tras meditar unos segundos y en un susurro, poniendo la mano sobre la boca, me dijo: la verdad es que antes el negocio se movía mucho más, este año es una malaria, vio. Tras lo cual inició una interminable alabanza de las tasas de interés al 38%, las Lebacs, la erradicación total de la pobreza, el combate frontal al narcotráfico, la seguridad que ahora se respira en la calle gracias al 26.000 policías, gendarmes, prefectos, bomberos y justicieros individuales, etc., etc.
Decidí dar por terminada mi conversación con Manuel y seguí andando. Mientras esperaba el bondi en una de las paradas del metro bus trabé conversación con un señor que también esperaba. A poco de iniciada la charla me contó que trabajaba en una fábrica de calzado. Le pregunté cómo iba el rubro y sin anestesia me dijo: como el tuje, como quiere que vaya, no se enteró que abrieron la importación de zapatos. Los traen de la China, de Brasil, son de plástico, le dejan los pies llenos de ampollas, pero son mucho más baratos. Y añadió, en el taller trabajamos diez personas y el dueño para no rajarnos nos adelantó las vacaciones, después nos suspendió de a tres por semana, y bueno, la vamos yugando pero tenemos miedo que se funda y cierre. ¿Dónde consigo laburo en medio de este desastre? Una señora que tendría unos sesenta años, que también estaba en la fila, nos escuchaba atentamente. En un momento en que se instaló un opresivo silencio, abrió su boca y muy respetuosamente dijo: no les parece que estos señores, que son ricos, gobiernan para ellos mismos y nos les importan los que trabajamos de sol a sol por un magro salario. En cuanto nombró la palabra sueldo otros “coleros” se prendieron en la discusión. Uno afirmó rotundamente, con la sapiencia del economista de la calle: mire don, la inflación ronda el 50%, yo trabajo en un local de venta de ropa y a mi gremio, el de comercio, le dieron un aumento del 25%, o sea que perdí como en la guerra, mi poder adquisitivo se fue al tacho. Un joven, terció en la conversación y dijo que trabajaba en una casa de comida rápida con nombre irlandés y que lo tomaron gracias a un nuevo plan del gobierno para crear nuevos empleos, pagándole migajas y sin hacer los aportes patronales, en negro para decirlo en cristiano. En medio de este interesante cotorreo llegó el colectivo y todos se subieron, menos yo, que decidí caminar para procesar todo lo que había escuchado.
Fue entonces que oí un silbato, miré alrededor y vi un sujeto con una gorrita a cuadritos y un chalequito verde fluorescente que me hacía señas. Me acerqué a él pensando que necesitaba de mi ayuda por vaya uno a saber qué motivo. Cuando lo tenía en frente me pidió el documento de identidad. Busqué y rebusqué pero me lo había olvidado. Así se lo manifesté a este amable servidor público pero ante mi sorpresa cambió su expresión que se convirtió en acerada, y con mal tono me dijo que tenía que acompañarlo a la comisaría. Protesté y pregunté porque motivo me iba a demorar y ahí me desayuné que mi aspecto no era el deseable para un respetable ciudadano de la City porteña, según su sesudo parecer, y que en este pueblo, el que decide quién es respetable y quién no, es justamente él. Tuve suerte, tras un rato esperando en la comisaría y sin que mediaran explicaciones me dijeron que podía irme pero que la próxima vez saliera a la calle con los mocasines bien lustrados. Como por arte de magia pensé: ¿está lindo Buenos Aires, no?
Era media tarde y me encontraba en el barrio de Palermo. De pronto comenzó una discusión. Curioso yo, me acerqué para ver de qué se trataba. Una chica muy bajita y con rasgos aindiados, después me enteraría que era boliviana (100oriunda de un país hermano y vecino llamado Bolivia), era increpada por unos señores muy altos y muy blancos que la acusaban de vaga, ladrona, y que venía a sacarle el trabajo a los hidalgos nativos de estas tierras, o sea ellos. Envalentonados le dijeron que era una negra de mierda, analfabeta y otras linduras. En tanto, numerosas personas se fueron acercando al punto del quilombo y la platea se dividió, unos defendían a la pobre joven, que a esta altura moría de vergüenza, mientras otros seguían su cruzada racial. Una señora de fuerte carácter le preguntó a uno de los custodios de la pureza sanguínea argentina cual era su apellido. El sujeto dijo orgullosamente llamarse Centurión (100apropiado para la ocasión) tras lo cual la indómita mujer le recordó que ese apellido peninsular denotaba su origen. Y le sugirió que lo más probable era que sus abuelos habrían sido inmigrantes maltratados y explotados, tal cual ellos hacían ahora con la casi niña del altiplano. A todo esto, usted se estará preguntando qué delito cometió esta humilde joven, simple, vendía verduras en la calle. El enfrentamiento fue languideciendo y todos siguieron su paso apurado.
Mientras desconcentraba me topé con una mamá llorando. No pude resistirme y me acerqué para interiorizarme de lo que le ocurría. Me contó que no conseguía vacante para su hijita de tres años en ningún jardín público. Con espíritu práctico, le sugerí que la anotara en uno privado, pero para mi sorpresa rompió en un llanto más estruendoso. Cuando se calmó me contó que entre lo que ganaban su marido y ella apenas les alcanzaba para llegar a fin de mes. En apretada síntesis me explicó que debieron renunciar a la prepaga que tenían porque con los tarifazos tuvieron que optar entre la salud o la heladera y la calefacción. Además estaba histérica porque tenía a su madre internada en un geriátrico y tuvo que sacarla porque tampoco lo podían pagar. Me miró resignada y continuó su incesante lagrimeo.
Decidí trasladarme al centro y el atardecer me agarró en Corrientes y Callao, lugar emblemático, si los hay. Entre el bullicio de miles de transeúntes comencé a caminar rumbo al obelisco. Mientras avanzaba me salían al paso decenas de personas, familias enteras, mangueándome comida, una moneda o lo que fuera. Estoy repasando mis anotaciones para no mandar fruta, entre Callao y 9 de Julio, ida por una vereda y vuelta por la otra, conté cincuenta y dos personas, mal vestidas, hambrientas, sin lugar donde caerse muertos, todo en un radio de apenas seis cuadras.
Ya de noche, recalé en un cafetín de avenida de Mayo. Agotado de tanto caminar pedí una cerveza con la intención de recuperar fuerzas. Mientras degustaba el líquido dorado, de la mesa de al lado, llegaba un vozarrón atronador; era un sindicalista que despotricaba contra el gobierno por las decenas de miles de trabajadores que habían perdido su laburo. Compartía mesa con quien parecía un mediano empresario, quien también iracundo, protestaba porque el mercado interno se había derrumbado y sus ventas de fideos se iban a pique.
Por primera vez en el día miré mi celular y vi un reportaje que le hicieron al Presidente donde decía que no había manera de mejorar el consumo porque eso solo se podía hacer con inflación o deuda. Me quedé meditando pues si así fuera, con la inflación que tenemos y la deuda que tomaron, tendríamos que estar tirando manteca al techo en vez de estar padeciendo la vida. Algo no cierra.
Como sea, la jornada fue dura. Antes de volver a mi hogar era tiempo de una primera evaluación. Estuve largo rato pensando hasta que una luz se hizo en mi mollera: a la economía no la enfriaron, la mataron. Eso explica el mal humor y la agresividad de los sufridos habitantes de este lejano país del sur del hemisferio.
Crónicas de Cachito Gómez