Hoy, por la tarde, cuando ingresaba a la escuela donde doy clases, una colega me conduce a un lugar. Allí, en una pared un grupo de jóvenes estudiantes junto a un profesor, daban los últimos detalles a un mural en memoria de nuestros cinco compañeros detenidos-desaparecidos montecasereños durante la fatídica dictadura que se iniciara aquel 24 de marzo del año 1976.
Y como siempre, a los pensamientos que me rondan en estos días, se suman otros. Una mezcla de sensaciones se agolpa y buscan claridad para hacerse palabra. El Pasado se hace presente y las cicatrices de las heridas aún guardan un dolor que se va con el paso de los años, pero regresa vivo cuando la Historia así lo requiere.
Observando esos rostros moldeados en el muro, que desde el silencio nos miran, me pregunto: ¿cuántos de sus pensamientos permanecen?, ¿y cuáles de ellos se tradujeron en palabras? ¿Cómo evolucionaron y se hicieron acciones?
Aunque viví muy de cerca la persecución, las desapariciones, las fugas y las muertes, hoy estoy viva y puedo relatar mi visión de esos hechos.
Con Nilda Rodríguez y con Choni Ibarguren, dos de esos cinco compañeros detenidos-desaparecidos, compartí los años de secundaria y con ella, en especial, una profunda y entrañable amistad. Juntos pertenecimos a una generación que se caracterizó por una gran movilización interior, especialmente para con lo social, con las injusticias. Fue un descubrir primero las necesidades de los más humildes y posteriormente, buscar un sustento ideológico que siguiera esas premisas. Surgían algunas inquietudes y preguntas que intentábamos satisfacer en lecturas de libros que nos llegaban a través de jóvenes mayores que transitaban la Universidad. Así, nuestra intelectualidad crecía y se hacía palabra, reflexión y análisis de la realidad de aquellos años. La espiritualidad, el desapego de lo material, la simpleza de conducta eran cotidianos. Así también los encuentros, las ruedas de charlas y prolongados diálogos, la discusión en el intercambio de posturas ideológicas, los caminos para llegar a ese anhelado cambio. Los sueños de una Patria más justa, el enfrentamiento al Imperialismo, una mejor educación para todos y la soberanía económica eran nuestros sueños.
El concepto del «hombre nuevo» aportado por la Iglesia Católica transformadora y del Tercer Mundo, nos impulsaba a una Cultura Revolucionaria que aprendimos a conocer y defender. Poco tiempo después, ya en la Universidad, los ideales, se hicieron militancia y compromiso político.
Así como veíamos adhesiones fundamentalmente en algunos, también los obstáculos y la incomprensión ya existían, pero nunca imaginamos que llegaría el aniquilamiento de las personas, la quita total de libertades, los silencios, la mentira y el terror: la noche oscura e interminable de siete años.
No siento que sea necesario establecer juicios de valor acerca del camino elegido, tanto por ellos, a quienes hoy rendimos homenaje, como a quienes sobrevivimos. Sí, tengo la certeza de que sus ideales, míos también, eran puros y sanos. Del mismo modo considero que esas pérdidas no han sido en vano. Hoy los jóvenes organizados han retomado esas banderas, levantándolas en alto. Su militancia es la que a nosotros nos truncaron. Del mismo modo, hoy no existe la amenaza de un golpe militar, sin embargo, son otros los obstáculos: el poder mediático, brazo de la derecha económica, una oposición sin claros proyectos, una cultura individualista herencia del liberalismo.
Pero los procesos de cambio no se detienen, podrían tomar atajos pero ya no habrá retrocesos.
O… ¿no estarían apoyando esos 30.000 compañeros a estos gobiernos populares y profundamente democráticos que en Sudamérica se están afianzando?, ¿Por qué no? Si ellos hace 33 años atrás, avizoraban ya esta transformación.
Como premonitoriamente rezan las palabras del poema de Joaquín Areta, uno más de esos cinco compañeros detenidos-desaparecidos de mi ciudad, siempre, siempre, los estaremos recordando.
Carmen Argoitia
Militante de los años ´70 y docente