Texto publicado originalmente en Panamá Revista
Por Diego Bossio
De la opinión a la voluntad
Vivimos en un tiempo donde se discute todo. Pero nada se resuelve. Estamos en la cubierta del Titanic. Avanza la noche, sube el agua, la gente corre. Pero los marineros están apelotonados a un costado, mirando a los músicos, debatiendo sobre las melodías que deberían tocar o dejar de tocarse. Mientras el océano se come al barco.
La política se insertó en una dinámica de panel en la que el rol de los dirigentes es brindar opiniones. Por eso hoy no quiero dar la mía. La opinión es buena, y está muy bien tenerla. Pero lo que vengo a plantear es una voluntad. Algo que la conducción del peronismo parece haber perdido. Y, sin embargo, el pueblo la sostiene. Y sólo, espera.
Oxidarse o producir
En el aparente torneo de polémicas nacionales, la política argentina dejó paulatinamente de discutir sobre un tema central: la productividad. Todo un síntoma, pues se trata de una de las variables claves para sacar a la economía argentina de su largo estancamiento. No sólo perdió centralidad en la conversación política, sino que ha sido progresivamente “cancelada” en la conversación pública.
Hablar de productividad en la Argentina polarizada, es exponerse a ser tachado con la batería de epítetos con los que nuestra izquierda nacional vernácula se desentiende de la agenda del desarrollo económico.
Si por un momento nos abstraemos de la coyuntura y buceamos en la historia, resulta paradojal que una de las tradicionales políticas más preocupadas por las transformaciones tecno-productivas, el peronismo, hoy se encuentre preso de una suerte de política de identidades sin economía política. Perón, al que la izquierda nacional hoy acusaría de “anti-obrero”, en 1954 afirmó que la productividad es “la estrella polar que debe guiarnos en todas las concepciones económicas y en todas las soluciones también económicas”.
¿A qué se refería? Cito: “organizada la economía y planificada la acción, nosotros podremos mejorar el estado de nuestras empresas y el estándar de vida de nuestro pueblo solamente produciendo más. Produciendo más bajaremos los costos y los precios, y el poder adquisitivo de cada uno aumentará. (…) Si producimos más, aquí no habrá ningún problema, y la economía y las finanzas argentinas estarán aseguradas en la forma más imperturbable. Si no producimos más, es inútil que tengamos ambiciones de ganar más y de estar mejor. ¡Ese es un dilema de hierro en el que nuestra economía está encerrada!”.
La productividad es, a grandes trazos, la relación entre lo que producimos y los factores que nos permiten hacerlo. Por ende, cuando hablamos de mejorarla, puede ser por las buenas -incrementando la producción- o por las malas -reduciendo el costo de los recursos empleados, entre los que se cuentan, aunque no solamente, la mano de obra-. La Argentina está llena de ejemplos históricos de lo segundo y tiene pocos ejemplos históricos de lo primero. Pero los países que se desarrollaron a lo largo de su historia, están llenos de ejemplos de los primeros.
Entonces, la pregunta central es: ¿Qué tenemos que hacer para que sea por las buenas? Construir consensos. Y para eso, como decía, además de tener opiniones, hay que tener voluntad. Como dice Francisco, la realidad es superior a la idea.
Crecer y redistribuir
Durante su segundo gobierno Juan Domingo Perón enfrentó una serie de desafíos económicos. El más importante fue el techo que había alcanzado la Argentina en materia de producción. Perón no se quedó en los dichos. Diagnosticó y accionó. Por eso se abocó enseguida, junto a la CGT y a la CGE, a la organización de instancias que revincularan la productividad con el desarrollo industrial competitivo y con la necesidad de reformas sistémicas.
Lo sustancialmente innovador de esa iniciativa fue que puso a los trabajadores organizados a liderar el debate en torno de la productividad. De ahí el nombre que adoptó un encuentro organizado en 1955: el Congreso de la Productividad Y el Bienestar Social. No fue casualidad. Perón, ya en los 50s, vio que los aumentos de la productividad no solo pueden ser un elemento clave, sino que, logrados por las buenas, también implicaría mejoras en el empleo y el poder adquisitivo del salario.
En una economía estancada no hay manera de que ambas partes mejoren sus ingresos. Si uno gana, el otro pierde. Esto es lo que se conoce como un juego de suma cero.
Mejor hablar de ciertas cosas
Un instrumental de una automotriz promedio pesa en Argentina unos seis kilogramos. En Japón, seiscientos gramos. Son ocho horas de un obrero operando una máquina de seis kilos, contra ocho horas trabajando con seiscientos gramos.
Y para hablar, y que lo dicho no sea mera opinión, si no una herramienta para poder hacer, hay que partir de un buen diagnóstico. Como se puede ver en el gráfico a continuación, el magro desempeño de la productividad en Argentina durante las últimas décadas tuvo su origen en el progresivo debilitamiento de la tasa de inversión registrado en el mismo período.
La evidencia muestra abrumadoramente que, a largo plazo, la inversión en innovación está correlacionada con el crecimiento de la productividad. De hecho, el declive sostenido de la productividad durante las dos últimas décadas en Argentina coexistió con un relativo estancamiento de la inversión en innovación del sector manufacturero, que se situó en un nivel sensiblemente inferior al que se registraba en 1990-1998.
Argentina: Productividad total de los factores (tasa de crecimiento promedio anual), Tasa de Inversión en Innovación (% de las ventas industriales) y Tasa de Inversión (% del PIB), 1990-2019:
Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del Ministerio de Economía, de la ENIT-INDEC y de la ENDEI-MINCyT y MTEySS.
¿Por qué no se invierte en Argentina? Las encuestas de innovación 2014-2016 nos pueden brindar algunos datos. Para las empresas el principal obstáculo es la incertidumbre. Tiene mucho sentido: en un contexto como el nuestro resulta muy difícil estimar correctamente los potenciales retornos de los proyectos de inversión. Recordemos que suelen ser decisiones que involucran sumas importantes de dinero y que tardan tiempo en materializarse.
Sin confianza no hay diálogo posible. Sólo griterío y gente corriendo sin rumbo por la cubierta del barco que se hunde.
Consensos con sentido
Es obvio decirlo, pero el desafío es hacerlo: el primer componente de una política de estímulo a la inversión, en general, y a la innovación, en particular, consiste en generar un contexto macroeconómico estable. Y la estabilidad económica es inescindible de la institucional. En este sentido el peronismo tiene que actualizarse. No en los objetivos, que siguen siendo, recordémoslo, la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación.
Pero si bien los objetivos son los mismos, los desafíos son otros. El mundo cambió. Y nuestro movimiento, en lugar de adaptarse a la realidad, trata de que la realidad se adapte a nosotros. Tomemos un ejemplo recurrente: la idea de que todos nuestros problemas son por la culpa de la voracidad de las grandes empresas del país. Esas que, por su elevado poder de mercado, impulsan al alza los precios.
Lo primero que deberíamos preguntarnos es si es verdad que somos un caso tan excepcional. Porque en el resto de los países también se observan niveles de concentración económica igual -o más- elevados. Pero allá no conviven con una inflación crónica que hoy araña los tres dígitos. Ese diagnóstico fallido conlleva un curso de acción, que es el de regular los precios para evitar que sigan aumentando. Y es fallido porque, una vez más, es mera opinión: se dice que hay que controlar los precios pero los precios siguen escalando.
Otro ejemplo es el tema de la escasez de divisas. La solución de manual es regular la compra de dólares para atesoramiento y las importaciones. Pero, para exportar más se necesita una economía más abierta, no una que se cierra cada vez más. Porque hoy vivimos en un mundo mucho más integrado, donde ningún producto se fabrica enteramente en un país.
Antes podíamos aspirar a vivir con lo nuestro. Hoy, en un mundo globalizado, esa vocación resulta una zoncera. Necesitamos de las inversiones extranjeras para poder potenciar nuestros recursos. Y para que esas inversiones extranjeras vengan necesitamos, primero que nada, respetar las reglas de juego.
Nadie quiere estar en un partido en el que a la mitad del segundo tiempo el referí decide que ahora se puede agarrar la pelota con la mano. El Estado tiene que asumir un rol claro y no entorpecer el juego cuando le da la gana. No hablo de borrarse y dejar hacer. Eso también sería dañino. Me refiero a que se debe fortalecer a los jugadores para que den cuenta de su potencial.
Es fundamental que se generen políticas destinadas a incrementar la inversión en Argentina, y para eso necesitamos aumentar el volumen y las alternativas de financiamiento. Esto se puede implementar de distintas formas, que no se contradicen sino que se complementan: potenciando el instrumento de crédito fiscal a la innovación -como se utiliza masivamente en buena parte de la Unión Europea-, aumentando la escala de los fondos existentes, y recreando un banco público de desarrollo.
Recordemos que el 20% de las firmas industriales de Alemania, España, Francia e Italia recibió fondeo de programas estatales en 2018, mientras que en Argentina sólo el 5% de las PyMEs industriales accedió a financiamiento de programas públicos en 2014-2016.
Por eso, otra de las políticas con mayor potencial para atender al universo de empresas de bajos niveles de productividad y de innovación consiste en aumentar sustancialmente las capacidades del INTI -Instituto Nacional de Tecnología Industrial- para prestar servicios de transferencia de tecnología. Actualmente, ese instituto continúa atendiendo a una porción chica del aparato manufacturero argentino. Así como el INTA ha sido un emblema de extensión positiva, necesitamos un INTI que sea un emblema de reconversión tecno-productiva, desconcentrada y federal.
No tanto monta
Todo lo que elaboro en estas líneas suena a receta mágica. Y como tal, parece que conlleva intrincadas fórmulas que sólo algunos iniciados pueden entender. En parte es así. La crisis que Argentina necesita superar es compleja. No es fácil desatar el nudo gordiano que tiene atado a la economía argentina. Pero también, en cierta forma, es sencillo.
Nombré al nudo gordiano. Y me acuerdo del “Bepo”. Ubiquémonos en Tandil, en los ochenta. Después de la escuela, iba a la imprenta de mi familia, a saludar a mi viejo. Y de ahí a la canchita del barrio. Al volver a casa por la tarde a veces me quedaba charlando con él. Era el linyera de mi ciudad. Vivía en un umbral, sólo, con sus perros y su biblioteca. Bepo era de izquierda y yo ya me asumía peronista, así que solíamos hablar de política, tirándonos chicanas. Si estaba de buen humor, me regalaba algún libro -todavía tengo el ejemplar del Demian de Herman Hesse que me dio- y me narraba cuentos.
Varias veces me contó la historia del nudo gordiano. Gordias, el rey de Frigia había atado su lanza con un nudo complicado, de muchas vueltas. Los oráculos profetizaron que sólo el que pudiera desatarlo conquistaría esa tierra. Años después, Alejandro Magno fue desafiado a desatar aquel nudo imposible. Entonces agarró su espada y lo cortó de un solo golpe, diciendo: da lo mismo cortarlo que desatarlo. Al Bepo le gustaba mucho ese episodio. A mí me marcó y me ha hecho pensar mucho todos estos años. ¿Da lo mismo cortar el nudo que desatarlo? Sigo creyendo que a los nudos hay que desatarlos. Esa no es una opinión. Es una voluntad.
Algo que no viene por sorteo, que no le cae a uno en suerte. El poder, como las deudas, no se heredan. Y cuando eso ocurre, las cosas salen mal.
Tenemos que ser capaces de eso, de volver a interpelar y conducir a todos los argentinos que quieren querer.
En éste sentido, los liderazgos se cultivan. Se van nucleando en torno a coincidencias que construyen lentamente autoridad, y no a nombres propios que de la noche a la mañana alguien saca de la galera.
Yo podría escribir muy campante este texto, u otro de mejor factura, y decir y remarcar lo que para mí hay que hacer o dejar de hacer. Pero no dejaría de ser mi parecer: algo ajeno a la realidad efectiva. Eso no me interesa. No quiero tener razón. Tener razón es el consuelo de los incapaces.
Sin embargo, creo que somos capaces.
Y esa fe, esa convicción que compartimos con muchos peronistas, y que a veces nos hace enojar, a veces sentir frustración, o incluso nos da ganas de mandar a todo a la mierda, es la prueba más cabal de que el nuestro es un movimiento que está vivo. Que se niega a ser una pieza arqueológica en el Museo del No Se Pudo. Que sigue buscando la forma de dar forma a la promesa que nuestro pueblo espera.
Tenemos la cabeza, los recursos, las herramientas, los corazones, para devolver a nuestro país un sentido, un rumbo que trascienda los ciclos cada vez más cortos de idas y venidas.
Esto lo intuyen los trabajadores, los empresarios, los productores, los estudiantes, los jubilados. Todas las fuerzas vivas del país que están solas y esperan ¿qué? Que dejemos de lado las mezquindades, las especulaciones, el ay pero así no sé y nos arremanguemos de una buena vez.
Por eso, esta no quiere ser una nota de opinión. Es una carta que llama a la voluntad. Peronistas, a la obra.