10 de mayo de 2016
Instituto Gestar

EL FUTURO NOS ENCONTRARÁ FUSIONADOS O DOMINADOS

por Federico Giordano Coordinador del Área de Infraestructura de Gestar

 

 

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Recientemente, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció que la central nuclear Atucha II, rebautizada como Néstor Kirchner, llegó al 100% de su producción; algo que sumado a la firma de convenios con China para la construcción de la cuarta central nuclear de nuestro país (100además de la mencionada, funcionan Atucha I y Embalse) conforma una serie de hitos que materializan el plan de reactivación nuclear iniciado por el ex presidente Néstor Kirchner y se proyecta al futuro, como mencionara la presidenta en su discurso de apertura de sesiones ordinarias del Congreso de este año.

 

El plan de reactivación nuclear no sólo se propuso culminar Atucha II, que había sido abandonada en 1994, sino extender la vida útil del embalse otros veinticinco años, reabrir la planta de enriquecimiento de uranio de Pilcaniyeu, cerrada en 1983, y desarrollar la Central Argentina de Elementos Modulares (100CAREM), que será el primer reactor nuclear realizado en el país pensado para alimentar pequeños centros urbanos, todos logros alcanzados. Pero este plan tampoco termina allí y no se conforma con la producción de energía, sino que involucra también usos nucleares para la industria y la medicina. En esta última área, la Argentina es uno de los jugadores importantes a nivel mundial.

 

Esperanzados vemos los frutos del programa nuclear argentino que atravesó momentos de repliegue pero que, aun así, implica un esfuerzo sostenido por años y que nació de la mano del general Perón.

 

La génesis del plan nuclear

 

Hablar del comienzo de los esfuerzos nucleares es hablar del Proyecto Huemul; este proyecto tenía a la cabeza al científico austríaco Ronald Richter, quien se había ganado la confianza de Perón por la recomendación realizada por Kurt Tank. Este último había desarrollado la maravilla del Pulqui II.

 

El científico munido de esas credenciales le propuso una vía alternativa a la que por entonces recorrían Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, que desarrollaban la fisión nuclear de átomos pesados. Richter propuso dominar la fusión atómica, un proceso idéntico al que ocurre dentro de las estrellas; este proceso libera enormes cantidades de energía, lo que lo haría una fuente virtualmente inagotable, pero es un proceso inestable y se desarrolla a temperaturas tan altas que se dificulta su control.

 

El gobierno peronista era consciente de la apuesta que hacía y de la existencia de riesgos de no alcanzar el objetivo; sin embargo, las pruebas preliminares fueron exitosas y es así que se decidió iniciar la investigación.

 

Una de las preocupaciones mayores de Perón era la de poblar el enorme desierto patagónico. Cuando Richter, que había comenzado a trabajar en Córdoba junto con la gente de Kurt Tank, llegó a tener entredichos con sus colegas y se hizo dificultoso el trabajo diario, fue necesario buscar un nuevo asentamiento para sus equipos. Esa fue una de las razones por las que, luego de un detallado estudio de las perspectivas que ofrecía el territorio nacional, finalmente se eligió la isla Huemul, situada en el lago Nahuel Huapi, en San Carlos de Bariloche.

 

Los trabajos se iniciaron el 21 de julio de 1949, a todo ritmo y dentro de estrictas medidas de seguridad. Como nota curiosa, la responsabilidad en ese campo correspondió al jefe del 2º Batallón del Regimiento 21 de Infantería de Montaña, mayor Carlos Monti, un brillante oficial que cargaba en sus antecedentes con un desembozado antiperonismo. El 12 de octubre de 1945, cuando en el Círculo Militar una tumultuosa asamblea debatía la suerte de Perón, pretendió cortar por lo sano con una frase que había quedado registrada: “Lo que hay que hacer es pegarle un tiro en la cabeza”.

 

Su destino en el confín austral era una manera de castigo que tuvo como atenuante sus cualidades castrenses.

 

Paradojas de la vida: en esa oportunidad tuvo una de las misiones que solamente se confía a hombres de indiscutida lealtad. Perón objetó en principio la propuesta de su comando militar, pero a la postre aceptó el argumento del ministro de Defensa, el general Sosa Molina: “Este tipo será lo que usted quiera, pero es un soldado ante todo. Si le da una misión, la va a cumplir”.

 

Se trabajaba de día y de noche, entre la curiosidad de los pobladores de la zona a los que despertaba la atención la brillante iluminación que surgía de la isla.

 

En marzo de 1950, Richter y su esposa se establecieron en Bariloche, con lo cual se daban las condiciones para lanzar la etapa decisiva del programa nuclear. Un plantel de cuatrocientas personas, entre técnicos, albañiles, carpinteros, electricistas y otros oficios de la construcción, además de soldados, acarreaban materiales desde Bariloche y los volcaban febrilmente en las obras. El 8 de abril, Perón y Eva Duarte quedaron impactados por el reactor principal, de 12 metros de altura por otro tanto de diámetro. 

 

Pero las emociones más fuertes que surgirían del proyecto vendrían después, el sábado 24 de marzo de 1951, cuando la Argentina Potencia pareció una realidad alcanzable. Ante una selecta concurrencia de funcionarios y periodistas, Juan Domingo Perón hizo un anuncio que recorrería rápidamente todo el mundo: “El 16 de febrero de 1951, en la planta piloto de energía atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”.

 

Presentó a la concurrencia al profesor Ronald Richter, 42 años, austríaco, nacionalizado argentino, director de los ensayos, quien confirmó las aseveraciones de Perón:

 

Tengo interés en afirmar que esto no es una copia del extranjero. Es un proyecto completamente argentino. Para los extranjeros esto va a ser tan totalmente nuevo como para nosotros, y deseo recalcarles que si no hubiera sido por el amplio apoyo prestado a este proyecto por el presidente de la Nación, la realización del mismo hubiera resultado imposible. La situación es completamente sensacional y, como técnico que soy, no estoy acostumbrado a producir tales sensaciones. Con este proyecto la Argentina ha atacado en sus bases a los proyectos que sobre terrenos similares se desarrollan en el exterior. Lo que los norteamericanos consiguen en el momento de la explosión es una bomba de hidrógeno; en la Argentina ha sido realizada en laboratorios y bajo control.

 

Richter contestó a algunas preguntas formuladas en el curso de la conferencia de prensa:

 

Yo controlo la explosión, la hago aumentar o disminuir a mi deseo. Cuando explota una bomba atómica sin control hay una destrucción espantosa. Yo he conseguido controlar la explosión para que la misma se produzca en forma lenta y gradual.

 

Usted se sorprendería mucho si supiera cuál es el material que se usa; pero como otros tienen supersecretos, nosotros también los tenemos. Tenemos que conservar los secretos de nuestros amigos para que ellos conserven los nuestros. No mantenemos el secreto por razones armamentistas, sino simplemente por razones económicas e industriales, puesto que además del espionaje para la guerra existe el espionaje económico, y la Argentina deberá proteger el secreto.

 

El anuncio despertó la sorpresa y el escepticismo a nivel mundial. Lo cierto es que el proyecto inmediatamente después de este anuncio comenzó a declinar y a perder la confianza del gobierno debido el secretismo que mantenía el científico para con sus colegas involucrados, que no permitió confirmar definitivamente sus aseveraciones, pero principalmente por su incapacidad al gestionar el proyecto a causa de un accionar repleto de decisiones erráticas que lo llevaban a hacer importantes inversiones y luego desandarlas para emprender caminos diametralmente opuestos. Ejemplos de esto fueron la demolición de aquel reactor que impresionara a la pareja presidencial y el intento de mudar la base nuevamente, decisiones que terminaron de dinamitar la confianza puesta en él.

 

El tiro de gracia fue un informe elaborado en septiembre de 1952. Los cinco científicos y veinte legisladores designados para la comisión investigadora llegaron a la isla. La exposición hecha por Richter, la falta de argumentos científicos sólidos y las vaguedades con que respondía a las preguntas de los visitantes persuadieron a José Balseiro y Mario Báncora (100los principales científicos de la época) de la endeblez del proyecto. Ambos trabajaron complementariamente en la inspección de los impresionantes equipos y de los resultados de las explosiones que generó el anfitrión, quien afirmaba haber logrado la emisión de rayos gamma. Pero los monitores de ese tipo de radiación con que contaban los visitantes contradecían esas aseveraciones. Una atmósfera de escepticismo se generó en todo el grupo en el que se filtraba la sospecha de que se había montado un espectáculo fraudulento.

Diversas demostraciones dieron como resultado la ausencia de toda reacción de carácter nuclear y tampoco tuvo mayor éxito el esfuerzo de Richter para exhibir la presunta obtención de agua pesada.

 

Cuando la comisión regresó a Buenos Aires, sólo el padre Pedro Bussolini ofrecía el beneficio de la duda al físico cuestionado. El resto de los integrantes tenía en claro que nada avalaba el estruendoso anuncio sobre el supuesto control de la energía de fusión hecho el año anterior. En los informes personales entregados por los investigadores, Báncora y Balseiro fueron contundentes en afirmar la falacia de las afirmaciones de Richter, con argumentos de sólida base científica.

 

El 25 de septiembre Richter fue convocado a la Casa Rosada, donde Perón y el ministro de Asuntos Técnicos Raúl Mendé le entregaron copias de los informes críticos de la comisión, con instrucciones precisas de responderlos.

 

El 11 de octubre el científico entregó la respuesta de propias manos, pero esta vez Richter no pudo ver a Perón, quien delegó la tarea en Mendé y el capitán de fragata Pedro Iraolagoitía. El documento no aclaraba nada y, de acuerdo con la idiosincrasia propia del físico austríaco, su defensa consistía en acusar a los miembros de la comisión de haber incurrido en confusión.

Aun así fue necesario que en la Escuela de Mecánica de la Armada el ingeniero Báncora realizara una prueba con equipos convencionales para demostrar que, en determinadas condiciones, oscilaciones electromagnéticas podían provocar reacciones en los equipos Geiger. En ese momento el padre Bussolini, asesorado por un especialista del Observatorio de San Miguel, terminó por aceptar el dictamen mayoritario de que de las experiencias realizadas en Huemul era imposible deducir la presencia de energía atómica.

 

El gobierno se resistía a enterrar el proyecto que había generado tantas expectativas. Se apeló a una suerte de “tribunal de alzada”: una comisión integrada por el profesor Richard Gans y el doctor Antonio Rodríguez –alemán el primero, de reputación internacional, y doctorado en la Universidad de Edimburgo bajo la dirección de Max Born, el segundo–. En dos horas analizaron el informe crítico de la primera comisión y la réplica de Richter. Fueron suficientes para apoyar en su totalidad el dictamen acusador. Una entrevista posterior cara a cara entre Richter y Gans no hizo sino confirmarlo. Se había cerrado la última página de la novelesca historia de la isla Huemul y se abría la puerta del futuro de la investigación atómica que prestigiaría a la ciencia argentina en el mundo.

La oposición tomó este hecho para intentar calificar el programa nuclear argentino como una locura, a punto tal que Agustín Rodríguez Araya, un dirigente radical caracterizado por su constantes críticas y furiosa oposición al peronismo, aprovechó la hospitalidad del diario brasileño Folha da Manha para denunciar que la constitución de la Comisión Nacional de la Energía Atómica (100CNEA), concretada el 31 de mayo de 1950, algunos meses antes de la detonante conferencia de prensa, no era sino un telón de fondo para esconder la ambición de los militares argentinos de dominar a América Latina. Este episodio basta para graficar el odio y la ignorancia sobre los objetivos que se habían impuesto todos los científicos y técnicos de la CNEA desde su fundación hasta la actualidad, de trabajar exclusivamente con objetivos pacíficos. Ese solemne compromiso no ha sido traicionado hasta el día de hoy.

 

El Programa Nuclear Argentino

 

Pero lo que demuestra que la visión del general Perón iba mucho más allá de lograr un golpe de efecto propagandístico es lo que vino después.

 

Si bien es cierto que el proyecto Huemul quedó trunco, dejó un gran capital: el aprendizaje fue la necesidad de organizar estructuras científicas que suplantaran la genialidad de científicos aislados. Durante 1953 y 1954 se construyó un entorno institucional propicio y en 1955 el gobierno de Perón obtiene resultados importantes: creó el Instituto Balseiro y se descubrieron 14 radioisótopos.

Esta institucionalización también explica por qué no fue descuartizado una vez depuesto el gobierno peronista. Las instituciones académicas, más que desmanteladas, fueron cuidadosamente desvinculadas de la realidad económica y social argentina; sin embargo, la CNEA resistió incluso en el peor contexto. Desde 1952 Perón había puesto esta área bajo la órbita de la Marina, sin dudas el arma más antiperonista de todas. A pesar de ello, el acoso más intenso no se dio en los primeros años pues aún perduraban unas Fuerzas Armadas hijas de Mosconi y Savio que se enorgullecían de las industrias militares, y en especial de ésta que habían advertido como estratégica tempranamente.

 

Esa situación cambió cuando se produjo la Revolución Cubana y Estados Unidos impuso la doctrina de la seguridad nacional, algo que hizo cambiar el foco de las Fuerzas Armadas de la mirada estratégica geopolítica hacia el fantasma del enemigo interno. La CNEA no es la excepción: el organismo cuenta con quince desaparecidos y varios exiliados.

 

De alguna manera se puede decir que el sector de energía atómica fue tan fuertemente impregnado de la idea nacional e industrial del peronismo que la creó que se mantuvo siempre peronista; eso explica su resistencia y su florecimiento cuando nuevamente se aplican políticas peronistas en el país.

 

El maestro de Simón Bolívar marcó la infancia de este gran libertador con la frase: “O inventamos o erramos”. En la investigación científica esto es más claro que en ningún lugar, no son raros los caminos truncos o las rectificaciones de rumbo; en este aspecto, el único error imperdonable es no ser intrépido. Perón fue justamente eso, intrépido, cuando encaró en aquel entonces un camino novedoso. La fusión controlada fue un sueño nacido en la Argentina que, si bien no ha sido logrado, aún ya nadie considera una locura.

 

Aquella utopía sirvió para impulsar la energía nuclear en nuestro país; pero no descartemos las utopías. Será la fusión algo tan utópico como construir y lanzar nuestros satélites: si no buscamos la salida del laberinto por arriba, quizá nunca nos liberemos. Ese debe ser el legado más grande del plan nuclear argentinos que fue recogido por aquel surgido de la Patagonia, cuna de la ciencia nuclear argentina y que en 2003 nos devolvió esa posibilidad de soñar, algo que no debemos dejar de hacer nunca porque sabemos que el futuro nos encontrará fusionados o dominados. 

 

Richter, ni loco ni estafador

 

Sería fácil tildar a Ritcher de loco por su excéntrico accionar, o de estafador por lo atrevido de sus aseveraciones; sin embargo, la historia ha demostrado que no era ni lo primero ni lo segundo.

Un dato insoslayable para dilucidar el nivel de conocimiento del austríaco es la mención que hace en su declaración con respecto a la bomba estadounidense, que conmocionó a Estados Unidos y la Unión Soviética, los dos principales contendientes en la Guerra Fría, pues hasta ese día ninguna bomba de hidrógeno había explotado y esta referencia demostraba que estaba al tanto de los esfuerzos secretos que, con Edward Teller a la cabeza, se realizaban en Estados Unidos sobre esta cuestión. A la vez preocupó seriamente a los rusos, como puede evidenciarse en la autobiografía de Manfred von Ardenne, quien colaboró en el desarrollo de la bomba atómica de la Unión Soviética (100muy superior al primer modelo estadounidense). Ardenne cuenta del temor suscitado en los rusos por los anuncios de Perón, pues Moscú tenía conocimientos de que Richter había colaborado en los trabajos de von Ardenne y que en realidad, en 1951, sabía más que los científicos occidentales sobre tecnología nuclear.

 

No sólo los gobiernos acusaron recibo. Si bien las reacciones de la comunidad científica ante el anuncio realizado en la Casa Rosada ese 24 de marzo de 1951 oscilaron entre el escepticismo, la ironía, el agravio y las dudas respetuosas, poco después el tema comenzó a ser analizado e investigado. Grupos dedicados al estudio de ese campo de la física comenzaron a formarse durante esa década. Revistas especializadas como Review of Moderns Physicis, Scientific American, Nucleonics, e incluso libros, publicaron artículos de actualización en esa materia. En pocos años el tema se convirtió de imposible en “pensable” y se comenzó a hablar de “difícil pero posible”.

 

En 1955 Homi J. Bhabha, destacado físico hindú que presidía la Primera Conferencia Internacional sobre los Usos Pacíficos de la Energía Atómica en Ginebra, predijo que el problema de la fusión nuclear estaría controlado en veinte años. 

 

Ese mismo año, el presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos anunció oficialmente que dicha institución estaba apoyando el proyecto Sherwood, un programa de investigación a largo plazo para lograr la fusión nuclear controlada para usos pacíficos

El 14 de agosto de 1955, el diario suizo Die Wocke señalaba que “esa posibilidad ya había sido mencionada unos años atrás por el investigador atómico Richter, calificado entonces de charlatán, puesto que en esa época se opinaba en general que el elevado grado de temperatura necesario para el proceso sólo podría alcanzarse mediante la explosión de una bomba de uranio”.

The New York Times, diario que expresa el pensamiento de la izquierda progresista norteamericana, se caracterizó por una decidida hostilidad hacia el régimen peronista e integró el grupo de los críticos que no creyeron en el descubrimiento que se atribuía el austríaco. Sin embargo en su edición del 1 de abril publicó el comentario de un especialista, Waldemar Kaempffert, de tono menos escéptico. Lo hizo bajo el título “Argentina no posee recursos, aunque al menos en teoría sus pruebas atómicas son posibles”.

 

Kaempffert recordaba que sir John Cockcroft, director del laboratorio inglés de Hardwell y coautor de la primera reacción nuclear artificial en 1932, se había referido a las posibilidades de obtener la fusión nuclear controlada. En una conferencia en Oxford en junio de 1950 sostuvo: “Medios serán encontrados algún día de producir temperaturas adecuadas para lograr la fusión de los núcleos de deuterio y convertirlos en helio”.

 

El colaborador de The New York Times mencionaba estudios teóricos del profesor Motz, de la Universidad de Columbia, sobre el particular y sostuvo que éste “no considera el proyecto de Richter como una cuestión absurda”.

 

En definitiva, el proyecto Huemul no sólo significó el bautismo del uso de la energía nuclear en el país sino que planteó un nuevo campo de estudio a nivel mundial, y en Estados Unidos quedó documentado en las actas oportunamente desclasificadas de su Comisión de Energía Atómica en las que se deja constancia de que el 26 de julio de 1951 esa institución otorgó un contrato al doctor Lyman Spitzer, de la Universidad de Princeton, para estudiar fenómenos de transporte y reacción de elementos livianos. Con el tiempo, esa universidad reconoció que Spitzer, destacado astrofísico especializado en plasma, se había inspirado en el trabajo de Richter al concebir un dispositivo magnético capaz de confinar el plasma. Prueba de esto es la placa ubicada en el laboratorio de Livermore, dedicado al estudio del plasma, en la que se reconoce a Richter como pionero en las investigaciones sobre energía de fusión.

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