1 de junio de 2012
Instituto Gestar

El regreso de Keynes

 

Entre todas las excusas que se escuchan, los apologistas del libre mercado repiten constantemente que los países deben enfocarse en el largo plazo, disfrazando su abdicación intelectual y negándose a aceptar responsabilidad para entender la crisis actual.

 

Pese a que los ciudadanos de las naciones más avanzadas, naciones ricas en recursos, talento y conocimiento (100todos ingredientes de prosperidad), siguen en estado de intenso sufrimiento, sus gobiernos no están usando el conocimiento macroeconómico adquirido durante la Gran Depresión de 1930 porque mucha gente que importa (100políticos y la clase de escritores y comentaristas que definen la sabiduría convencional) por una variedad de motivos han olvidado las lecciones de la historia y las conclusiones del análisis económico de varias generaciones, reemplazando conocimiento con prejuicios ideológica y políticamente convenientes.

Organismos mundiales supuestamente inmaculados como la OCDE, el FMI y el Banco de Pagos Internacionales exigen recrudecer las políticas fiscales y monetarias aún cuando el resto sufre de lo que el famoso economista inglés John Maynard Keynes describió como “una condición crónica de actividad subnormal durante un periodo considerable sin ninguna tendencia marcada hacia la recuperación o hacia el completo colapso”.

De cara a este escenario, el Premio Nobel de Economía Paul Krugman publicó recientemente su último libro, “End This depression Now!”, donde explica detalladamente que la crisis ha sido resultado de décadas de malas políticas y malas ideas que sirvieron a un puñado de gente muy rica e influyente que convirtió herramientas financieras supuestamente sofisticadas en instrumentos de desastre, todo gracias a que el sistema político persistió en desmantelar las reglas y regulaciones que se habían aplicado desde 1930 como protección contra crisis bancarias.

Por ejemplo, en 1980 el Presidente Jimmy Carter aprobó la Ley de Control Monetario, que puso fin a las regulaciones que habían impedido que los bancos pagaran intereses a muchos tipos de depósitos. Ronald Reagan siguió con la Ley Gran-St. Germain de 1982, que relajó las restricciones al tipo de préstamos que podían hacer los bancos. Y la tendencia no acabó ahí. Uno de los más grandes relajamientos ocurrió bajo el gobierno de Bill Clinton, quien levantó varias reglas de la Ley Glass-Steagall (100que marcaba una clara división entre las bancas comercial y de inversión), que finalmente fue derogada en 1999 con la Ley Gramm-Leach-Bliley de 1999.

Todo esto fijó el escenario para el advenimiento no supervisado de lo que se conoce como “la banca sombra” (100especulación financiera), particularmente los préstamos “subprime”, créditos hipotecarios que no calificaban bajo estándares normales de prudencia.

Así, para una minoría chica pero influyente, la era de desregulación financiera fue efectivamente de auge. Sin embargo, el crecimiento económico alcanzado en esta era fue menor que durante la época de mayor supervisión. Sin ir muy lejos, en Estados Unidos el ingreso de la familia media no despegó, mientras que el ingreso promedio real del 1 por ciento de hasta arriba creció casi cuatro veces desde 1980. Y lo peor de todo es que la fiebre especulativa ni siquiera tiene sentido económico. De acuerdo con el libro The Hedge Fund Mirage, de Simon Lack, durante la última década a los inversionistas de fondos de inversiones les hubiera ido mejor, en promedio, poniendo su dinero en notas del Tesoro.

Ahora bien, no hay que olvidar que en la realidad esta “condición crónica” está infligiendo enorme daño humano acumulativo porque los programas de austeridad que supuestamente debían restaurar la confianza de los mercados no solo abortaron cualquier tipo de recuperación sino que produjeron renovadas caídas en el PIB y disminución de empleo. Pocas cosas motivan más a los seres humanos que tener trabajo. La gente que quiere trabajar pero que no encuentra dónde sufre enormemente, no sólo por la pérdida de ingreso sino porque disminuye su autoestima. Por eso el desempleo es una tragedia y, cuando se convierte en desocupación de largo plazo es profundamente desmoralizante.

Lamentablemente, la información estadística presentada por Krugman revela que la periferia europea enfrenta un desastre. La tasa de desempleo entre los jóvenes asciende a 43% en España, seguida por Irlanda e Italia, con 30 y 28%, respectivamente. En Estados Unidos, por su parte, el desempleo en diciembre de 2011 sumaba 13 millones, en comparación con 6.8 millones en 2007. Y lo que es más, de acuerdo con el Buró de Estadística Laboral, tomando en cuenta a la gente que ha dejado de buscar trabajo porque no hay empleo o porque se ha descorazonado, la desocupación incluye a casi 24 millones de estadounidenses, aproximadamente 15% de la fuerza laboral (100casi el doble de antes de la crisis).

También está el suplicio de los que no tienen trabajo porque apenas están entrando al mundo laboral. Verdaderamente, es un momento terrible para ser joven en los países desarrolados. En Estados Unidos, el desempleo entre los jóvenes es de 17%; casi uno de cada cinco egresados recientes es desempleado o sólo trabaja medio tiempo. Y lo que es más, de acuerdo con una investigación de Lisa Kahn, economista de la Escuela de Administración de la Universidad de Yale, a los desafortunados que se gradúan en años de alto desempleo les va peor el resto de su vida que a los que terminaron sus estudios en tiempos de bonanza.

Para Krugman, el problema es que la economía mundial está afectada por falta de demanda; el sector privado intenta gastar menos de lo que gana y el resultado es que el ingreso ha caído. Y aunque la intervención del Estado bastaría para salir del embrollo, “los conservadores odian el keynesianismo porque lo ven como el eslabón débil de la cadena: si conceden que el gobierno puede jugar un papel útil en la lucha contra las crisis, lo siguiente será vivir bajo el socialismo”.

Así, a pesar del abultado cuerpo de investigaciones que confirma que el estímulo fiscal es la respuesta, hay una “sociología académica descontrolada” que se caracteriza por dogmatizar nociones absurdas. Por ejemplo, en 1998 Alberto Alesina, economista de Harvard, publicó “Tales of Fiscal Adjustments”, un estudio que supuestamente fundamentaba la doctrina de la “austeridad expansiva”, que la rama ortodoxa se apresuró a aceptar aunque en 2001 el propio FMI publicó un documento donde encontró 173 casos de austeridad fiscal en economías avanzadas entre 1978 y 2009 que fueron seguidos por contracción económica y mayor desempleo.

El caso a favor de la política fiscal es precisamente que gastando más el gobierno puede evitar que la economía se deprima profundamente mientras que las familias restauran su propia salud financiera, pero el discurso oficial pretende enmascarar la realidad pintando todo en términos morales; los países pecaron endeudándose de más, por lo que deben redimirse a través del sufrimiento. No obstante, la evidencia apunta a que en Estados Unidos y Europa (100excluyendo a Grecia), la crisis de deuda vino como resultado de la crisis financiera, no a la inversa.

La realidad es que la austeridad sirve a los intereses de los acreedores, de los que prestan y no de los que se endeudan o trabajan para vivir. Los prestamistas quieren que los gobiernos pongan prioridad a honrar sus deudas y se oponen a cualquier acción del lado monetario que prive a los banqueros de sus ingresos manteniendo bajas las tasas de interés o erosionando el valor de sus cobros a través de inflación.

En Argentina, el gobierno de la Presidenta Cristina ha enfrentado severas críticas de los voceros de grupos económicos concentrados por su renuencia a enmarcarse en un capitalismo financiero que implica la autoinmolación de la economía real. El camino no ha sido fácil, aunque el 54% de aprobación popular de las últimas elecciones demuestra que la estrategia económica con mejores resultados políticos no es la que encuentra aprobación en grupos de interés sino la que realmente genera resultados para las grandes mayorías.

David Chagoya

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