25 de mayo de 2022
Instituto Gestar

ESPECTROS Y FUTUROS

Por: Pablo Semán

Texto publicado originalmente en Panamá Revista

La casa de los técnicos de un organismo público en una provincia del norte tenía una galería inmaculada. Era la frontera con los pobladores que se acercaban con respeto hasta la línea que dividía la tierra de las baldosas y de ahí no pasaban. Y uno de los técnicos de ese organismo insistía con algo que venía diciendo desde al menos 10 años antes de ese final de noviembre de 2015: “lo que ustedes tienen que hacer es empoderarse”. Cansado, y entendiendo que el tiempo de los liberadores se había acabado, y sin saber hacia dónde lo llevarían los que lo liberaban de su liberadores -luego estos últimos los privaron de apoyo logístico y de tierras ancestrales- un campesino se animó y respondió breve, pero con acumulación de motivos: “lo que nosotros queremos decir es que estamos cansados de que digan que queremos apoderarnos de algo”.

He ahí la tragedia de un pueblo: existir entre las retóricas de la inclusión, muchas veces mímicas sordas de beneficios intangibles y las hordas de modernizadores excluyentes; entre los que ni fueron capaces de oír que se entendía del evangelio que promovían y los que disuelven las desgracias en grandes números, sobre todo desgracias ajenas. Ese pasado inmediato tal vez diga algo del futuro y no porque el porvenir repita o despliegue lo que el ayer portaba en germen. Ocurre lo que creemos imposible de suceder si miramos los últimos tres minutos de la película, pero los vestigios de un futuro posible, no necesario, se  intuyen en la borra de café de los últimos 40 años. Un futuro tal vez peor que la pequeña tragedia de la viñeta inicial. Un futuro que tiene la forma de la retrogresión que conserva de los avances los fantasmas.

Mientras hacía la campaña que lo llevaría la gobernación de la provincia de Buenos Aires en 1987, Antonio Cafiero contaba que una de las demandas más recurrentes entre los habitantes de la provincia era la del trabajo que prometió crear de la misma manera que Menem prometió poco después revolución productiva y salariazo. Todavía no habían sucedido los hechos que llevarían a la híper desocupación de final de los años 80 y de la que se saldría después, por debajo de los niveles históricos en porcentaje y calidad de empleos y que renacería con los primeros temblores de la casi recién nacida convertibilidad (en el 96 y no en el 98 como imaginan los reyes del boarding pass) y luego con violencia creciente desde 1998 hasta el estallido de 2001 y la crisis  posterior. En una etnografía preciosa Marta Preloran contaba la vida de un desempleado de los 90. En Aguantando la caída la familia del despedido toma una decisión: la indemnización se guarda como seguro para situaciones extraordinarias de salud, los recursos para el día a día se obtendrán como se pueda. El ex empleado montó un taller en su casa, intentó vender productos alimenticios que hacía su mujer conoció las más diversas derivas y angustias pero siempre con la disciplina del trabajador. Lo cierto es que ese hombre que ya no tenía empleo trabajaba más de 8 horas por día, ganaba su dinero, pagaba sus cuentas pero no se consideraba empleado porque no existían para él las instituciones que habían sido el símbolo del empleo en la época clásica: la obra social, el sindicato, el aguinaldo, las vacaciones pagas, incluso marcar la tarjeta. En esos años la publicidad de Derby (entre los años 96 y 98, creo) ponía en escena un trabajador que se recortaba  de la masa de trabajadores precarios y desocupados que dominaba el panorama popular: cuerpo fibroso de obrero industrial jerarquizado, uniforme, dueño de un saber específico que se premiaba con un cigarrillo, como el rubio de Camel, luego de un esfuerzo que exigía su pericia. Ese trabajador que no era promedio, pero había sido frecuente, pasó a ser un trabajador distinto, raro. Derby era el producto premium de la gama popular para un asalariado extraordinario. En esa misma época emergían en el escenario las figuras de las personas del conurbano que fueron representadas por los metropolitanos con los ideogramas del merodeo y la extranjería basada en cualquier rasgo que no fuese la fenotipia del cuadrante norte del AMBA en sus zonas nobles. La fe resignada e ingenua en Carlos Menem, como lo sugería un sketch radial de la Rock&Pop, era una contracara condescendiente y cruelmente burlona, una representación progre y moderna de la masa de pobres que se formó “con decisión, con huevos, con conducción” que tanto les gusta a algunos y algunes que persisten en la voluntad de adoración a pesar que podrían haber aprovechado las deconstrucciones para  mitigar aunque sea un poco la sujeción a las figuras más brutalmente fálicas del liderazgo (que, debería saberse, no tiene una figura única).

En todos esos retratos habitaba la amenaza proveniente de una conurbanidad que se sospechaba que podía insurgirse pero no se sabía cuándo. Y también se hicieron visibles aunque existían desde hacía mucho tiempo los piqueteros que fueron identificados ya en ese momento como planeros, como sujetos asistidos que no trabajaban y, según los críticos de esos luchadores, tampoco querían trabajar. También se habló más que nunca de changa, de trabajo por cuenta propia, de autónomos y la categoría de monotributista se desplegó para contener desde las clases trabajadoras clásicas a una parte de las clases medias que sustanciaron bajo esa condición un modo de existencia que en la actualidad puede verse por doquier.

Así llegamos al presente en que se recorta en el horizonte la figura plural del emprendedor en que se reconocen desde Marcos Galperín hasta la señora que hace torta de tres leches y la vende a los emprendedores de la feria del Parque Patricios, que le venden ropa usada a los emprendedores que trabajan en obras de la construcción que hacen casas de emprendedores que trabajan en diseño gráfico. Todos los argentinos tienen empeño, disciplina, capacidades, logros… pero ya no hay trabajadores sino emprendedores que son laburantes que agarran la pala, que no se caen porque son resilientes o porque son capaces de entregar sus cuerpos al fuego que mantiene hirvientes las calderas de la locomotora de… ¿la vida?

En los años 1980 en las marchas de la CGT se cantaba con furia “no queremos una mierda del gobierno radical / que se metan en el culo todas las cajas del PAN”. En realidad las cajas del Plan Alimentario Nacional se recibían pero muchas veces indignaban al receptor. Desde  1987 y sobre todo desde 1988 las necesidades básicas de millones dejaron de estar cubiertas y, como lo saben algunos, hubo saqueos ya en esos años y no solo en el pico del estallido hiperinflacionario de 1989.  Así, al final de la década las cajas del PAN se hicieron insuficientes más que indignantes y el alimento a granel, lo que fuera (porotos, fideos, arroz, fraccionado y repartido) habilitó el uso de un significante que condensa una época que todavía dura, la de lo bajo que cayó la vara: mercadería, valor alimenticio genérico. En los días de la hiperinflación entre el calvario de Alfonsín y la asunción de Menem un acuerdo entre gobierno y supermercados aseguró un conjunto de seis (¡seis!) productos básicos: yerba, salchichas, fideos, aceite, leche y no me acuerdo que más para esa demanda insolvente y sumida en la incertidumbre del casi 6000% de inflación del 1989/1990. Fue en esa época que se comenzó a hablar más marcadamente que nunca de los carenciados. Una pobreza que sin controversias públicas muy dilatadas fue atendida en los niveles más básicos durante muchísimo tiempo por distintas políticas sociales. En la casa de un barrio humilde de la provincia de Buenos Aires había yerba, leche, huevos y azúcar con marca de la provincia y, entre la pauperización y el crecimiento demográfico, un tejido como el de las manzaneras era tan necesario como funcional a la asistencia y la organización popular. Con los primeros tremores de la convertibilidad el subsuelo no sublevado de la estructura social comenzó a superpoblarse y no fue casualidad que en el propio gran Buenos Aires emergieran movimientos como los que se venían dando de antemano en desiertos laborales como los del sur o el norte del país, lugares en los que la indolencia había triunfado sin medias tintas (todavía recuerdo el gozo ignorante y sádico con que un tipo me contaba de qué manera un gerente de YPF se había deshecho de miles de empleados que decían ser útiles a la empresa demoliendo primero el edificio en el que supuestamente trabajaban).

Cinco años después de que Mariando Grondona le preguntase a Emilio Pérsico quiénes eran ellos (Quebracho, los piqueteros, los que armaban quilombo) y que este le respondiese “nosotros, nosotros somos los que vamos a romper a piedrazos el espejo de la ilusión menemista”,  los carenciados y los piqueteros estaban en vías de transformarse en las caras del “hambre más urgente” que, beata, quiso atender La Nación en su campaña de 2001. Es que si bien el odio a los planeros ya era un dato de la época también es cierto que nadie se sentía muy en condiciones de hacerse el picante con los pauperizados porque el plan que había hundido la Argentina entera era también el que había engendrado esos demandantes tan elementales y furiosos y, como los rastros estaban frescos, parece que convenía guardar algún respeto.

Con los años los carenciados, planeros, hambrientos, han sido convertidos en una especie de etnia por la derecha y en un estilo por los inversores de estigmas. Lo que había ahí de combate se perdió de vista. Las expresiones insultantes para con los más pobres se combinaron con formas de crónica y realismo qué sub-humanizaron a los más pobres, mientras las facciones de arriba, enfrentadas por principios ideológicos y ambiciones de gloria, seguían y siguen capturadas en la ideología irreal del pleno empleo, las inversiones, el mundo con que engañan y se engañan mediados por focus groups truchísimos que consumen compulsivamente las dirigencias para retroalimentar de la forma más perfecta posible los circuitos de seducción frustrante de la política.

La historia decantada en palabras ofrece un trío de desplazamientos articulados: del trabajo al emprendimiento, de los carenciados a los execrables y, finalmente, el del pueblo a los territorios. Los compañeros y compañeras que formaron el sujeto peronista clásico no se retiraron pero compartieron el coro con el diluyente la gente que neutralizaba al pueblo pero escondía en configuración una nueva rama en una plebe  ampliada en su extensión y erosionada en su fuerza: la que descendía de la clase media. Y también comenzó a hablarse con cada vez más frecuencia de los territorios para abarcar un modo de agregación política y social que venía a relevar a los contingentes fabriles y sindicalizados. Visualizados por Duhalde como bases de acumulación política desde inicios de los 80, fueron el espacio del repliegue estratégico de los derrotados de los 90 y el de la emergencia de las organizaciones que luego de  la caída de De la Rúa, a la que le pusieron sangre y empuje, formaron apuntalamientos de distintos grados de fortaleza y distancia del kirchnerismo y tomando cartas en el proceso que barrializó al Estado y estatalizó a los barrios. En la pronunciación impostada de loj territorioj toma lugar el vampiro que perdió de vista el proceso y se queda con aquel momento para hacer de los territorios y los barrios una evocación romántica, hueca, fetichista pero eficaz en la acción legitimadora de una facción.

En las noches televisivas del 89 un energúmeno, Carlos Mollard, hostigaba de forma permanente a cualquier organización popular que manifestase cualquier intención reparadora en el medio de la ola de hambre con el sambenito de “¡activistas!” pronunciado con escándalo, irritación y llamados a la represión. En estas noches vuelvo a recordarlo agigantado en los gritos de Milei y en la vibración amplia que suscita la presencia que llaman disruptiva. Nuestro paisaje social, el sedimento de nuestra historia, compone el surgimiento, incendio y recuperación retrospectiva y parcial de modernizaciones sucesivas y fracasadas. Los países que fuimos en los últimos 80 años asisten conjugados, mutilados, casi vivos, a un desenlace hoy menos imprevisible que oscuro. Las ruinas de esa historia son el promontorio desde el que observamos un futuro al que no sabemos cómo pintar de rosa. Escudados en la invectiva que exclama “antipolítica” ignoramos (si nosotros, los woke de todas las layas, incluidos los perucas antiprogresistas!) que estamos siendo el factor que cataliza una mayoría o, al menos, una bronca bíblica contra todo lo que decimos defender. Anestesiados por las muecas de los falsos pilotos de tormenta cedemos lucidez para ignorar activamente que lo que suman Milei y Macri reloaded hace potente el asalto final al estado de bienestar. Acomodados en la impostación de un supuesto saber de aparatos que reza “Milei no tiene estructura” como si no se hubiese dicho antes lo mismo de Macri resistimos la verdad relativa de los otros. Y la verdad es que, más allá de todas las negaciones que se ejercen en nombre del optimismo de la voluntad o del mas corriente fingir demencia, los grandes partidos populares del siglo XX, aquellos que muestran, en parte, que el peronismo no es un misterio, han devenido minorías añorantes cuando no desintegradas: puede verse por todo el globo la emergencia triunfal de nuevas elites que revolucionan valores y  estructuras en maniobras que usan como combustible la inercia de los políticos clásicos y se transportan en una dinámica social que transformó en zombies  a las ideas hasta hace poco indudables,

¿Entonces por qué no se puede ver que entre, como dijimos al inicio, las mímicas de la inclusión y las modernizaciones despóticas, elitistas y antinacionales -dicho este adjetivo sin doctrina, sin dogma, sin etnonacionalismo y sin chauvinismo, sin más que la noticia de cómo odian a este país quienes pretenden liderarlo- un pueblo se ha hecho trizas, no puede más, se muere de dolor? Y no está pariendo un corazón.

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