El neoliberalismo no contempla un lugar particular para la política social ni para la política económica dentro de los programas económicos a aplicar, ya que una y otra son consideradas como intervenciones del Estado en el mercado y provocan, según esta teoría económica, distorsiones en su funcionamiento. Para los seguidores de esta concepción, la libertad absoluta del mercado supone en el largo plazo la asignación racional de los recursos y los desequilibrios son producto de elementos ajenos al mercado. A su vez, consideran que el principal desequilibrio es la intervención del Estado motivada por criterios políticos, ideológicos, ajenos a la economía.
Esta concepción encierra no solo una teoría económica sino también una concepción filosófica de vida, que se traduce en que la política está supeditada a la economía, a lo que dicta el mercado. ¿Y qué es el mercado? Sabemos lo que no es: no se trata de un ente superior y abstracto, ni de leyes físicas de comportamiento inexorable, no es un oráculo infalible ni tampoco una organización supra estatal. El mercado es el conglomerado de los grandes grupos económicos, industriales, comerciales y financieros que por el impresionante poder acumulado, dictan las reglas a que deben someterse las sociedades, para retroalimentar un proceso perverso donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres son arrinconados hacia los márgenes de la vida civilizada. Con el tiempo veremos cuanto podrá perdurar este estilo inhumano de construcción de sociedades inequitativas e injustas que lleva adelante el capital concentrado.
La Argentina, no escapa a esta lógica. Claro que el neoliberalismo no presenta su rostro sin una careta que disimule sus intenciones. Es por ello, que durante la campaña electoral del 2015 la alianza Cambiemos afirmaba que no se darían de baja las políticas sociales y los programas en marcha destinados a garantizar derechos de la ciudadanía.
Pero no fue eso lo que luego sucedió en los hechos. Con el estilo amañado de la vieja política, no anunciaron formalmente la eliminación de las políticas públicas sino que desfinanciaron sus respectivos programas reduciendo sistemáticamente los recursos necesarios, provocando así su lenta agonía.
Dentro de ese escenario no caben las políticas sociales, ni como instrumento económico ni como herramienta de gobernabilidad. Para el peronismo, las políticas sociales son parte integral de la gestión de gobierno y su objetivo no es otro que arbitrar a favor de los más débiles para garantizar sus derechos básicos como seres humanos.
Ahora, desde la perspectiva neoliberal las políticas sociales son vistas como fuente de gasto y no como inversión social. La consecuencia lógica de esta concepción es que dentro de la política de ajuste fiscal que se viene aplicando no haya recursos para políticas sociales y los correspondientes programas.
En la medida que el Estado se desentiendes de estas responsabilidades van cayendo en desuso políticas públicas como el desarrollo científico autónomo (100la eliminación del plan de radares, la televisión abierta, la investigación pura), el desarrollo energético (100la suspensión del plan nuclear argentino), la construcción de vivienda populares (100congelamiento del plan Procrear), la igualdad tecnológica (100desaparición de Conectar Igualdad) por mencionar unos pocos programas concretos.
Pero vayamos más a fondo para comprender las razones de esta “no política” aplicada por el gobierno de Macri. Se parte de la falsa premisa de que el Estado no debe intervenir dado que el mercado es “sabio” por sí mismo y alcanzará inexorablemente la autorregulación. ¿Y por qué la premisa es falsa? Porque omite la real desigualdad de oportunidades entre los diversos actores sociales y las inequitativas relaciones de poder –de todo tipo– que atraviesan a la sociedad.
Hay otro elemento muy importante para poder desentrañar la real naturaleza del neoliberalismo y es la manera que el neoliberalismo tiene de entender las políticas públicas. Estas, no representan una acción para garantizar derechos sociales o individuales, sino que se trata de iniciativas que el Estado toma subsidiariamente, es decir, de manera excepcional, para suplir carencias, limitaciones o problemas ocasionales de determinados sectores y actores. Donde el mercado no llega, el Estado tiene que acudir en auxilio.
Encarada de esta manera, la política pública es entendida como una acción caritativa y benevolente del Estado y de quienes coyunturalmente lo gestionan. El Estado entonces no reconoce derecho alguno, burocráticamente identifica un problema o una dificultad y actúa benéficamente. Frente al derecho hay obligaciones y compromisos ineludibles. Ante un problema o una dificultad existe discrecionalidad para atenderlo o no, de acuerdo no solo a criterios políticos, sino a otras muchas razones que se pueden argumentar, incluso la falta de recursos o de partidas presupuestarias. En esta lógica, por ejemplo, la “tarifa social” se asemeja más a una limosna que al reconocimiento de un derecho.
Falta algo, dado que se trata de demandas circunstanciales o focalizadas, no hace falta tener un Estado fuerte. Va de suyo que hay que achicar el Estado –te suena conocido-. Y como los integrantes del actual gobierno tienen una comprobada descendencia fenicia, cuando se necesite cubrir alguna de estas circunstancia eventuales se contrata en el mercado y al valor de mercado, con las empresas de las que son dueños los propios funcionarios de este gobierno. El fin de esta vieja y conocida historia es que volteando una a una las políticas públicas sistemáticamente van vaciando al Estado y buena parte de las funciones que antes eran de su exclusiva competencia y responsabilidad pasan ahora a manos privadas y a precios de mercado.