14 de septiembre de 2016
Instituto Gestar

Feos, sucios y malos, parte I

La idea de justicia social surge como respuesta a la escandalosa brecha que existe entre los ingresos de los más pobres y de los más ricos, a las discriminaciones que relegan a minorías, mujeres, extranjeros y a los de distinta raza que la dominante, y en general a quienes por diversos motivos fueron ubicados por las elites dominantes en un lugar inamovible de la escala social.

Cualquier pensamiento sobre la justicia es inexorablemente una derivación de su contrario, la injusticia.

Los teóricos suelen reflexionar la cuestión de la justicia recreando modelos de análisis que desechan las profundas huellas que en los seres humanos dejan la vivencia de las injusticias y por ello dejan afuera de sus teorías sus consecuencias más descarnadas como la pobreza, la ignorancia, el miedo, que no son más que formas de dominación y disciplinamiento, cuando no de exterminio, de otros seres humanos.

El peronismo tiene una rica producción, teórica y práctica, sobre esta cuestión. Históricamente ha fijado su eje de análisis y construcción en el concepto de justicia social.

Los conceptos de justicia social pueden reducirse a dos: el denominado igualdad de las posiciones y el llamado igualdad de oportunidades.

Una mirada rápida y superficial pareciera indicarnos que ambos tienen el mismo objetivo: disminuir las tensiones internas que bullen en las sociedades occidentales contemporáneas declarando la igualdad de todos.

La primera de estas concepciones encuentra su fundamento en las posiciones que ocupan los individuos dentro de una estructura social. Su objetivo es reducir lo más posible las desigualdades de los ingresos y de las condiciones de vida, independientemente de la posición social que ocupan los sujetos, la cual varía según determinados factores como la edad, el sexo, la raza, ingresos etc.

Su fin último es que las distintas posiciones sociales estén lo más próximas unas de otras, de manera que la movilidad social no sea una prioridad.

La segunda concepción pone el énfasis en la igualdad de oportunidades, de manera que todos tienen la posibilidad de ocupar cualquier posición en función de su mérito, capacidad y esfuerzo. Su base teórica radica en luchar contra las discriminaciones que impedirían una competencia donde todos los individuos son iguales en un punto de partida y así cualquiera que tenga la capacidad necesaria puede ocupar las posiciones más jerarquizadas de la pirámide social. Es lo que se conoce como meritocracia, bandera que el macrismo agita insistentemente, como nuevo paradigma que serviría para edificar una sociedad más justa e igualitaria y que amplios sectores de nuestra sociedad considera válido.

Ahora bien, ninguno de estos modelos son concepciones abstractas pues son levantadas como estandartes por movimientos políticos y sociales que privilegian intereses económicos o reivindican grupos sociales muy distintos.

Desde el fondo de la historia

Esta cuestión de la justicia y su antónimo viene de lejos. Ya encontramos que es una preocupación de los pensadores más antiguos en todas las sociedades del mundo.

Pero recién hace unos pocos siglos comenzó a cobrar relevancia en la medida que las poblaciones humanas fueron cobrando conciencia de sí mismas, de sus míseras vidas terrenales, de su fuerza como engranajes productivos de las sociedades modernas que iban conformándose.

Cuando la Revolución Francesa declaró que “todos los hombres nacen libres e iguales”, dio comienzo a una contradicción que persiste hasta nuestros días. A partir de este punto cobra visibilidad una dicotomía irreductible entre la igualdad teórica de todos los seres humanos y las inequidades a que la mayoría de ellos se ven sometidos.

El derrumbe se la sociedad engendrada por el Antiguo Régimen aumentó la injusticia y la miseria pues el capitalismo, invocando la libertad, impuso una nueva filosofía, la maximización de las ganancias, cuya consecuencia inevitable fue la pauperización creciente de la clase trabajadora, especialmente de la urbana, que se extendió durante el siglo XIX por todos los continentes.

La consolidación de este nuevo modelo económico y social provocó tempranamente que los más lúcidos pensadores de aquel tiempo comenzaran a vislumbrar la necesidad de que el Estado interviniera para articular políticas que atenuaran las crecientes desigualdades que el naciente capitalismo provocaba, pues de lo contrario sería imposible la subsistencia de una organización social.

Comienza así una etapa de lucha promovida y encabezada por el movimiento obrero y fogoneada por los reformistas utópicos y por lo que comenzó a denominarse la izquierda política.

Estado benefactor

El modelo de igualdad de las posiciones propuso el desarrollo de políticas que redistribuyeran la riqueza a fin de reducir las hirientes desigualdades que ya comenzaban a provocar un proceso de radicalización de la lucha obrera.

Estas transferencias sociales se hicieron inicialmente a través de mecanismos como los impuestos, los derechos de sucesión, o los derechos de importación y exportación y apuntaban a diseñar un reparto más equitativo de la riqueza que toda la sociedad producía, con el objetivo de reducir al máximo las tensiones internas que afloraban internamente en las sociedades.

Este nuevo modelo de reparto fue encausado por lo que se llamó Estado Benefactor, integrando a los sectores obreros y marginados a través de los derechos sociales como la salud, el empleo, la jubilación y las condiciones laborales. Claro está que estas políticas no fueron igualitaristas en un sentido radical. No se plantearon la erradicación de la pobreza ni fueron un obstáculo a la acumulación y concentración de grandes capitales.

Este modelo se centró en atenuar las tensiones entre la igualdad formal y las desigualdades reales. A los derechos políticos, siguieron los derechos sociales, de manera que los conflictos sociales fueran canalizados a través de la participación política, disminuyendo las desigualdades y aumentando la integración social.

Los antecedentes de esta nueva forma de integración social son múltiples, entre ellos, las sangrientas luchas obreras, los impulsores de la Doctrina Social de la Iglesia, los pensadores y reformistas utópicos y los movimientos cooperativos y mutuales. Este esquema se consolida en Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial como una manera de amurallar sus sociedades frente al peligro que para las elites dueñas del poder económico entrañaba el comunismo.

De la activa participación de los movimientos obreros en la imposición de este modelo se derivaron dos consecuencias. En primer lugar, el trabajo ocupó un lugar central del cual dimanan casi todos los derechos sociales. En segundo término, se universalizó el acceso a ciertos bienes que anteriormente estaban reservados a unos pocos, como la educación, el transporte público y las ventajas derivadas de las obras públicas.

Esta concepción de justicia social se funda en el presupuesto de que quienes crean la riqueza tienen el derecho inalienable a su justa distribución. Dicho de otro modo, la redistribución no se basa en un deber moral –fundado en el imperativo de que todos los individuos son iguales- sino en la plena conciencia de los pueblos de que con su trabajo contribuyen a generar la riqueza y por tanto a una aspiración legítima a aumentar el bienestar colectivo. Por ello, la sociedad le debe algo, cuya retribución consiste precisamente en ese reparto de la riqueza que entregue a cada uno lo necesario para llevar una vida digna.

Este modelo construye entonces una sociedad edificada sobre la base del trabajo, la utilidad colectiva y la atribución de funciones específicas, el cual tiene como sustrato un sistema de clases –que, seamos claros, no se plantea eliminar-.

La Comunidad Organizada

La brillante mente de Juan Domingo Perón captó el tiempo social que la evolución dictaba como primordial en la época en que le tocó ser principal protagonista de los cambios estructurales que estaban por comenzar en la Argentina. En La Comunidad Organizada, de su autoría, Perón sintetiza esta manera de solidaridad orgánica cuya finalidad es la construcción de una vida social digna y completa, que otorga al sujeto colectivo una cuota de felicidad que permite que la vida individual también valga la pena para todos los integrantes de la comunidad.

En nuestro país hubo algunos antecedentes aislados previos a esta formulación del peronismo. El más importante fue la Ley 1420 de 1884, que instauró la escuela primaria gratuita, obligatoria y laica. Esta creación representó un primer paso en la consolidación del concepto de igualdad de las posiciones, pues esa escuela posibilitaba a los niños compartir la misma cultura, lengua y valores. Esta concepción de escuela republicana, copiada del modelo francés, nunca fue cuestionada por el movimiento obrero, que veía en ella un reaseguro que garantizaba el acceso a la educación elemental como trampolín para el mejoramiento de la posición social en que se hallaba.

 

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