Y dado que estas investigaciones se presentan como verdad inobjetable a la luz del manto de nobleza que cubre a estos «respetados» científicos, apenas es normal que nos sintamos confundidos con lo que escuchamos y leemos porque aunque otros reconocidos economistas heterodoxos afirman categóricamente que el Estado es indispensable como ente rector de la economía para generar empleos y mejorar la distribución de la riqueza (100claramente evidente en el caso de la Argentina), simplemente no podemos entender por qué parece haber tanta discrepancia científica al respecto.
Un caso reciente está causando conmoción en el mundo académico. Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, dos prominentes economistas de la Universidad de Harvard, publicaron en 2010 un influyente estudio sobre la relación existente entre la deuda y la tasa de crecimiento real de una economía. Su conclusión fue que cuando un país supera el umbral del 90% de razón deuda/PIB, lo que sigue es una caída de la economía. Este argumento coincidía perfectamente con los dogmas de los defensores de la austeridad, quienes lo presentaron como evidencia de que para salir de la crisis los países tenían que reducir su gasto público y no endeudarse.
Esta investigación claramente ejerció gran influencia en los debates de política económica a nivel mundial de los últimos años y apoyó la agenda de austeridad en Europa, Estados Unidos y el FMI. De hecho, según la página de Internet de Reinhart y Rogoff, el documento formó la base de testimonios ante el Comité Presupuestario del Senado de EEUU y figuró en al menos 76 publicaciones de alto impacto en diarios como The Economist, The Wall Street Journal, The New York Times y The Washington Post y en segmentos noticiosos de cadenas internacionales.
Sin embargo, al ser sometido al escrutinio de la comunidad científica (100tardíamente, a mi parecer), el documento resultó un completo fraude: repleto de errores «involuntarios», exclusión selectiva de datos disponibles y métodos estadísticos muy cuestionables. La verdad que se encontró es que el crecimiento real de una economía no varía significativamente luego de superar el umbral de 90% de relación deuda/PIB. Y lo que es más, ni siquiera queda claro cuál es la dirección de causalidad entre la deuda y el crecimiento económico: es perfectamente probable que en todo caso el crecimiento condicione a la deuda, y no a la inversa.
¿Cómo entender esto? La realidad es que somos testigos de la prostitución de una profesión, donde conclusiones supuestamente científicas responden a intereses bien concretos. El sector financiero indudablemente ha corrompido al sistema político y al mundo económico académico, y pareciera que la profesión está tan comprometida con conflictos de intereses que funciona casi como grupo de presión de industrias (100como el sector financiero) cuyas ganancias dependen fuertemente de la política aplicada por el gobierno.
Muchos de los problemas que nos plagan se deben al sabotaje intelectual que ha sufrido este campo, y su origen no es una cuestión de diferencias ideológicas sino más bien obedece a un móvil meramente monetario. En Estados Unidos, donde en 2006 (100poco antes del estallido de la crisis) los servicios financieros representaban 40 por ciento de todas las ganancias corporativas, prominentes académicos reciben dinero de compañías y grupos de interés para testificar ante el Congreso, escribir artículos, dar conferencias, fungir como directores de consejos directivos y escribir informes sobre procedimientos regulatorios.
Esta mercantilización de la ciencia se ha metido en lo más profundo de las principales universidades de Estados Unidos y está muy relacionada con puestos clave en el gobierno de ese país. Por caso, Larry Summers, economista de Harvard y del Banco Mundial que fuera director del Consejo Económico Nacional y Secretario del Tesoro, luchó contra la regulación de los derivados financieros que tanto daño causaron en la burbuja inmobiliaria y crisis económica de 2008, pero también se hizo rico ofreciendo consultoría y dando conferencias en firmas financieras.
Martin Feldstein, profesor de Harvard y uno de los principales arquitectos de la desregulación en la era de Reagan, trabajó años en los consejos directivos de AIG y AIG Financial Products (100donde cobró más de 6 millones de dólares), cuyos derivados destruyeron la economía estadounidense, y escribió cientos de artículos sobre muchos temas, pero ninguno sobre los peligros de la desregulación de los derivados financieros.
Frederic Mishkin, profesor de la Escuela de Negocios de Columbia y miembro del Consejo de la Reserva Federal de 2006 a 2008, fue contratado por la Cámara de Comercio de Islandia (100cobró 124,000 dólares) para que escribiera un artículo elogiando su sistema regulatorio y bancario, dos años antes del colapso del sistema bancario islandés que causó pérdidas valuadas en 100,000 millones de dólares.
La lista es larga. En estos casos del país del norte que tomaron conocimiento público y en muchos otros de nuestro país no tan conocidos, es obvio que estos «académicos» no cobran por decir cosas que de todas formas dirían porque ninguno hace declaraciones de política contrarias a los intereses financieros de sus clientes. Y lo que es más, incluso se oponen a revelar las relaciones financieras que tienen con ellos.
Jauretche decía: «En economía no hay nada misterioso ni inaccesible al entendimiento del hombre de la calle. Si hay un misterio, reside él en el oculto propósito que puede perseguir el economista y que no es otro que la disimulación del interés concreto a que se sirve». Es indudable que de cara a la evidencia, sus palabras tienen más vigencia que nunca.
David Chagoya