12 de mayo de 2017
Instituto Gestar

Los supremos equivocados

El reciente fallo de la Suprema Corte de Justicia aplicando el 2×1 a un acusado de crímenes de lesa humanidad que dejaba abierta la puerta para que los más emblemáticos represores ganaran la calle, nos obliga a reflexionar sobre las motivaciones de tal decisión. Dejando de lado a la jueza Highton de Nolasco, quien tarde o temprano recibirá el reclamo de rendición de cuentas de su propia conciencia, los otros dos jueces propuestos por el gobierno de Macri que aprobaron este desaguisado han demostrado que no solo desconocen la ley imperante en su propio país sino que adolecen de una falta total de sentido común al reinstalar en el seno de la sociedad argentina un tema ya saldado para la inmensa mayoría de los ciudadanos como quedó demostrado con las masivas movilizaciones en todo el país, el pronunciamiento también multitudinario de casi todos los sectores de la comunidad y la instantánea reacción de los legisladores nacionales que pusieron un dique de contención a las consecuencias de la decisión de los “supremos”. Es evidente que todo fallo sobre cuestiones tan candentes tiene, además de una faceta técnico-jurídica, una motivación política. Es nuestra convicción que tanto Rosatti como Rosenkrantz han seguido el supuesto clima de época, del que le gusta hablar al macrismo, que supuso que había llegado el momento de tender un manto de olvido y de impunidad sobre los crímenes aberrantes cometidos por sujetos que al día de la fecha ni siquiera han demostrado arrepentimiento por sus actos.

Para refrescarles la memoria a estos abogados que creen que la suma de tres voluntades puede más que la convicción de cuarenta millones de personas, repasaremos brevemente los hechos aberrantes cometidos por aquéllos a los que pretendían dar por cumplida su pena con el conjunto del pueblo argentino.

Cuando en marzo de 1976 asumen el poder las fuerzas armadas mediante un golpe de Estado las organizaciones guerrilleras estaban diezmadas y en una fase declinante tanto en el plano militar como en el político. Por tanto, si bien fue la excusa formal invocada para hacerse ilegítimamente del poder, la realidad es que su objetivo era abortar toda posibilidad de desarrollo de un proceso político independiente y autónomo.

Dejando de lado las contradicciones de las distintas fuerzas políticas de la época, que en gran medida contribuyeron a generar una situación un tanto caótica, lo cierto es que el principal motivo del golpe fue instaurar un régimen de terror que permitiera que los grandes grupos económicos volvieran a ser los que manejaran los resortes económicos de la Argentina. En tal contexto debe entenderse el nombramiento de un recalcitrante representante de estos sectores como ministro de economía, un tal Alfredo Martínez de Hoz.

Pero había un obstáculo, el pueblo argentino en aquélla época había alcanzado un alto grado de conciencia política y de movilización de masas que seguía expresándose mayoritariamente a través del peronismo y éste era una gran piedra en el camino. No es casualidad que una parte sustancial de los desaparecidos hayan sido dirigentes peronistas: sindicalistas, jóvenes, universitarios, trabajadores, intelectuales, etc.

Fue así que meses antes del 24 de marzo de 1976 fue cocinándose a fuego rápido la idea de implementar una metodología de control social, perversa desde sus más íntimos fundamentos, consistente en imponer el terror en las conciencias individuales pero sobre todo en la colectiva. Nace así una forma delictual que casi no tenía antecedentes en nuestro país, salvo algún caso aislado como el del compañero Felipe Vallese a principio de la década del 60. Nos referimos a la desaparición forzada de personas.

Para ello se habían constituido grupos operativos llamados “de tareas”. Eran quienes llevaban adelante las detenciones. Para ello coordinaban con las fuerzas de seguridad (100policía) la liberación de la zona en que actuarían, esto es, que se retiraban de dicho lugar todos los agentes de seguridad dejando librada a su suerte a la víctima del secuestro. Una vez detenidos eran trasladados a un centro clandestino de detención –hubo más de 600 diseminados por todo el país- donde eran interrogados en base a la aplicación sistemática de tortura. El proceso finalizaba con el asesinato de la mayoría de ellos y sus cuerpos desaparecían de diversas maneras: eran arrojados al mar o al Río de la Plata, sepultados como NN o en fosas comunes sin ningún detalle de su identidad.

Para poder poner en práctica semejante genocidio fue condición necesaria la existencia de un Estado totalitario que ejerció todo el poder de la maquinaria estatal sobre los ciudadanos que se les oponían. Los objetivos fueron varios: en primer lugar garantizar la impunidad de los asesinos pues en la medida que no existe el cuerpo del delito, es decir el desaparecido, se hace casi imposible su prueba, pero también el desconocimiento del destino de los desaparecidos infundió terror en la sociedad y la falta de certeza acerca de lo sucedido dificultó la acción de los ciudadanos y favoreció su división.

Supremos equivocados

Los juicios a las juntas militares y las innumerables causas por delitos de lesa humanidad demostraron cabalmente que se diseñó un plan sistemático y secreto de persecución, secuestro, tortura y asesinato de personas, lo que posteriormente dio en llamarse Terrorismo de Estado en la Argentina. Esta práctica alcanzó luego dimensión continental con la implementación del plan Cóndor en Sudamérica y el plan Charlie en Centroamérica.

El primer antecedente de la desaparición de personas de manera sistemática y racional en el mundo contemporáneo lo encontramos en el denominado Decreto Noche y Niebla de Hitler, del 7 de diciembre de 1941. Los ideólogos del nazismo sostenían que el Decreto daba inicio a una «innovación básica» en la organización del Estado: el sistema de desapariciones forzadas. La sustancia de la orden nazi consistía en que los opositores al régimen nacionalsocialista de los países ocupados debían ser detenidos durante «la noche y la niebla» y trasladados en forma clandestina a Alemania sin informar a nadie sobre el hecho de su detención. La finalidad era provocar una intimidación efectiva y duradera de manera tal que los familiares y la población en general se mantuviera en la incertidumbre sobre la suerte del desaparecido. Generalizando el terror se eliminaba toda disposición a la resistencia en los pueblos ocupados y sometidos.

Estas técnicas represivas fueron estudiadas y perfeccionadas primero por los militares franceses quienes las aplicaron en la década del 50 contra los insurgentes que participaban de la guerra de la independencia de Argelia. De hecho, en la Argentina, el método llega de la mano de la Escuela Militar Francesa que era parte del cuerpo docente de la Escuela Superior de Guerra de nuestro país desde fines de los 50. A principios de la década del 60 se extendió a toda Latinoamérica a través de una institución de formación militar norteamericana –la Escuela de las Américas- que elaboró la doctrina de Seguridad Nacional cuya expresión operativa fue el desarrollo de tácticas de contrainsurgencia, de la cual egresaron unos 60.000 militares y policías de 23 países de la región, entre los cuales se cuentan los oficiales más violentos y que mas vulneraron los derechos humanos en nuestro Continente como por ejemplo, Massera, Videla, Galtieri y Viola, por mencionar algunos.

En diciembre de 1983 el presidente Raúl Alfonsín creó la Comisión Nacional sobre la desaparición de Personas con el objetivo de que investigara las violaciones a los Derechos Humanos producidas durante la extensión de la dictadura militar, objetivo que se cumplió en septiembre de 1984 con el informe final producido por la comisión que tomó la forma de libro y se denominó Nunca más.

El Gobierno ordenó el juzgamiento de los responsables del terrorismo de Estado en el llamado Juicio a las Juntas. Su sentencia condenó a los integrantes de las Juntas Militares a penas por delitos de lesa humanidad, incluyendo la reclusión perpetua de los principales responsables. Este juicio es, aún hoy, único en su especie, y sentó precedentes para que se incluyera en el Código Penal la figura de la desaparición forzada de personas, imitada por varios países y que logró a la vez que las Naciones Unidas la declarara delito de lesa humanidad. Fue también el precedente para la Convención Interamericano sobre Desaparición Forzada de Personas, firmada en 1994 lo considerara un delito de lesa humanidad y por tanto imprescriptible.

A esta altura del conocimiento de la verdad de los hechos acaecidos en los años de plomo de la dictadura, la decisión de la Corte es, cuando menos, una falta de conocimiento grave del sentimiento colectivo de defensa de los derechos y humanos y de la firme voluntad de que los culpables tengan su castigo para que la perversidad no se repita nunca más.

Los supremos equivocados no deben olvidar que durante más de cuarenta años las abuelas, las madres, los hijos, los familiares lucharon por la aplicación de las leyes, por la concreción de la justicia en castigos concretos contra los criminales, con las garantías que no tuvieron sus víctimas. Jamás propiciaron la justicia por mano propia, siempre confiaron en las instituciones, en los jueces. Por ello, señores abogados supremos, es decepcionante y esencialmente injusto el fallo que dictaron a contramano de la historia.

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