1 de junio de 2022
Instituto Gestar

NUEVO TESTAMENTO

Por: Pablo Touzon

Texto publicado originalmente en Panamá Revista

¿Por qué el peronismo y no mejor la nada? La pregunta sartreana, reformulada en clave argentina, puede ser el punto de partida de una reflexión verdaderamente contemporánea sobre el peronismo actual. Hoy pensar el peronismo no es sinónimo de pensar la Argentina. En realidad, no es así hace ya bastante tiempo. Cierta metafísica política argentina -para nada privativa de los peronistas- tendía a hacer corresponder el “alma nacional” de manera automática con el movimiento popular. “Nunca hice política, siempre fui peronista”, fue la frase magistral que sintetizó este credo, que tenía bases solidas. El no peronismo lo sostenía con resignación y hastío: “este país es peronista, qué le vas a hacer”. Durante gran parte de la historia reciente argentina el peronismo fue, efectivamente, la mitad más uno. Pero hoy no lo es más.

Esto tiene muchas causas, y no todas son exclusivamente nacionales o atribuibles a errores propios. Como movimiento del siglo XX, al peronismo le caben las generales de la ley de los viejos partidos de masas de Occidente, casi sin excepción, “minimizados” de manera radical en este siglo XXI. Y sobre todo después de la etapa que se abre con la gran crisis del 2008. Ese tipo de “mayorías automáticas” no existen más en este costado del planeta: hoy la estructura partidaria más resiliente del mundo es la del Partido Comunista Chino -un leninismo político que sobrevivió al comunismo- y no es democrática.

Después de la muerte del fundador, el peronismo tuvo distintas estrategias para adaptarse al tiempo histórico que le tocó vivir: la renovación, el menemismo y el kirchnerismo fueron los nombres de estas re versiones, encarnadas alrededor de distintos liderazgos (todas ellas acusadas de “no ser peronistas” en su momento por las distintas manifestaciones del peronismo jasídico). La obsesión que guiaba a todos esos peronismos fue siempre, por distintos métodos -como en el título del gran libro de los años ochenta de Silvia Mercado; Nancy Sosa y Mora Cordeu sobre la renovación peronista- recuperar “la mayoría perdida”. Una mayoría que siempre temía perder, después el gran porrazo de 1983. Este ejercicio incluyó profundas transformaciones y mutaciones, estudiadas ya en profundidad, de sus alianzas sociales y económicas: de partido sindical a partido territorial, del Partido de la justicia social al Partido del Orden. Un ejercicio  de sano darwinismo que hoy parece clausurado. A este peronismo la época parece quedarle grande.

La obsolescencia del peronismo actual se basa en que no constituye ni el Partido de la Justicia Social -visto y considerando los resultados empíricos en la sociedad argentina en los últimos 20 años- ni el Partido del Orden. Es un peronismo que pasó de resolver las crisis a producirlas, destructor de la gobernabilidad, ya no de la oposición sino de la propia. Hoy el peronismo al que “no deja gobernar” es a sí mismo. Y la no respuesta frente a la pregunta -“¿para qué sirve el peronismo?”- genera una percepción de disfuncionalidad estructural que está lejos de ser meramente atribuible a la falta de liderazgo y estatura presidencial de Alberto Fernández, hoy un blanco fácil para la des-responsabilidad colectiva de la dirigencia peronista.

Es un proceso que viene de más lejos -una vez más, volvemos al annus terribilis de 2008- y que tuvo correlatos electorales visibles y notorios en las elecciones del 2013, 15, 17 y 21. En realidad, es la crisis del kirchnerismo, que es patológicamente negada en el señalamiento cotidiano de la responsabilidad personal del Fernández presidente.

En esa obsesión se lee la verdad: una crisis que es, sobre todo, la del dispositivo y la cosmovisión del kirchnerismo que dominó al peronismo -que fue y es, en buena medida, el peronismo- en los últimos 20 años, y que  fue disimulada por la espectacularidad de la crisis del propio macrismo en el gobierno. Al peronismo el poder se le cayó encima antes de haber siquiera empezado su propia revisión, y trasladó esa crisis a la gestión del Estado.

Una élite que no resuelve nada se convierte rápidamente en casta. Escribíamos en el 2019 con Martín Rodríguez en el libro “La Grieta Desnuda” que estábamos ante “la transformación paulatina de la dirigencia peronista en una casta, orwellianamente parecida a la casta que venia a desterrar; con el peronismo estatalizado llega la creación del peronismo como nomenklatura. Su propia “Rebelión en la Granja”…” Hoy, pareciera ser que la única “función” que le queda al peronismo es la de administrador callejero del conflicto social (de ahí la gran discusión política actual sobre los movimientos sociales), y aún así menos por las virtudes propias que por la renuencia opositora a hacerse cargo. Como nadie tiene en el poder argentino una hipótesis política seria -que vaya más allá de un catálogo de slogans acerca de su “liberación”- sobre los pobres, el conflicto social y su gestión en la Argentina, ese lugar lo sigue ocupando por default el peronismo. Si mañana a cualquier opositor se le llenase, como en la canción de Serrat, “de pobres el recibidor”, con las manos en alto y pidiendo ser conducidos a algún lado, probablemente se les invitaría gentilmente a que llamen por teléfono al peronismo. En su crisis, el viejo movimiento ocupa exactamente el lugar que sus opositores necesitan que ocupe. Una suerte de reparto del “bicoalicionismo” social.

En ese sentido, el peronismo no es más el partido de poder de la Argentina, pero pareciera que tampoco el resto de las fuerzas sociales y políticas están dispuestas a “asumir la cruz” que implica la centralidad de reemplazarlo, en una suerte de pánico escénico que provoca un vacío perceptible. El Rey está desnudo, y el sistema político argentino se quedó sin centro. Alberto es tan solo el Luis XVI de la Historia, el hilo que se corta por lo más delgado.

Entonces, visto este escenario, y volviendo a la pregunta original: ¿tiene sentido tratar de reformar al peronismo? En “El Antiguo Régimen y la Revolución”, Alexis de Tocqueville sostuvo que la experiencia enseña que no hay momento más peligroso para un mal sistema que cuando empieza a reformarse, y este podría ser claramente el caso. Lo cierto es que desde las condiciones del presente parece un ejercicio utópico. Pero de ejercicios utópicos también está hecha la política.

Utopias del peronismo libre

La construcción colectiva de un hipotético nuevo paradigma con este peronismo de hoy a la vista implica un ejercicio imaginativo a la Tomás Moro. Una indagación que seguramente tenga como resultado ir hasta la frontera del universo de lo que nos acostumbramos a definir como peronismo. Pero otra cosa, visto y considerando el resultado histórico del Frente de Todos, no merece siquiera tomarse el trabajo. Un peronismo que reestructure su economía política, sus alianzas sociales, sus ideas sobre generación de riqueza, su visión del mundo, que se proponga volver a producir clase media y que se plantee una agenda programática y de desarrollo que incluya a la vez, de una manera u otra, a las mayorías populares (dado que ese si fue, a la lo largo del tiempo, su eje distintivo) parece poco probable en el corto plazo. Hoy eso es casi un “no peronismo”. Pero asumiendo el destino a la Piazzola que marca el paso del peronismo de la diáspora, jugar al fleje absoluto de la identidad es la única manera de escapar de la cárcel identitaria del cristinismo, de sus policías de frontera y sus patrullas de caminos.

¿Es posible, por ejemplo, un peronismo que no proponga más la “estatización del sueño” y la politización extrema de la vida cotidiana como único norte de la vida social? Claramente, desde sus orígenes, el peronismo -por su origen militar, por la era de posguerra en la que nació- tuvo en el Estado planificador uno de sus ejes centrales. Sin embargo, suele olvidarse que el peronismo no sólo redistribuyó ingreso, sino también poder. Los miles de sindicatos que sobreviven al día de hoy dan testimonio de que el peronismo tuvo una vasta tradición de sociedad civil a rescatar (asociativa, gremial y popular), y que no se agota en la épica del subsecretario posando con los dedos en V en Instagram. El núcleo central del peronismo no es el Estado, es el Trabajo.

Esta extrema estatalidad es en realidad la expresión de la cosmovisión ideológica que nace de los Estados poderosos de los años 2000, superavitarios por el boom de exportaciones primarias que implicó esa etapa del ascenso chino, y cuyo último exponente más poderoso es Vladimir Putin. El ruso hace la guerra sentado sobre una masa de reservas por sus exportaciones de hidrocarburos, en una economía rudimentaria vampirizada por una casta de apetitos globales, y los límites que está encontrando hoy a su “voluntad política” desatada tal vez empiecen a simbolizar el fin de una era. Por otra parte, el Estado argentino no solo no podrá, ni ahora ni en el mediano plazo, cumplir con su promesa salvadora; tampoco parece ser ese el sueño dominante no sólo en “los jóvenes”, sino en la Argentina en su conjunto. El auge de los libertarios, la proliferación de las experiencias de la economía popular, toda la experiencia del “Leviatán fallido” (Pablo Semán Dixit) de la cuarentena y la pandemia envejecieron rápido la solución peronista del siglo XXI: a cada necesidad un Ministerio. Un peronismo de este siglo debería fomentar que haya vida -comunitaria, gregaria- pero afuera del Estado.

Un nuevo peronismo debería intentar también repensar las nuevas realidades del trabajo y de la familia, no para representarlas menos, sino para representarlas mejor. Despenalizar el trabajo del siglo XXI en las mentes peronistas implica no enojarse con la mutación acelerada de la realidad -más que todo, vertiginosa para los mismos trabajadores- de manera de no generar el acuartelamiento cómodo en el siglo XX que hoy parece amanecer como propuesta. Preservar los derechos anteriores -y los votos a las conducciones- a cambio de no representar a los del presente. Una muerte a plazos. La distancia entre el trabajador de overol en la automotriz y el Rappi libertario ejemplifica el desafío -de lejos el mas estructural- que tiene la tradición peronista de cara al futuro.

Está también, la fundamental cuestión del recambio de los liderazgos, más central para el peronismo que para ningún otro movimiento político argentino. “El que gana conduce y el que pierde acompaña.” ¿Qué quedó de ese sistema? Implicaba en la práctica un método de transición para sus jefaturas en un movimiento que, como decíamos al principio, siempre se organizó mejor en torno a liderazgos -y a la interpretación que estos podían hacer de su presente histórico- antes que a rígidos esquemas programáticos o ideológicos. A falta de “dedazo” -como llamaban en México al esquema sucesorio del PRI- de las purgas de palacio típicas del centralismo democrático leninista de los Partidos Comunistas, y en la ausencia de un mecanismo más o menos formal para procesar las sucesiones, el peronismo pasaba de etapa y de pantalla neutralizando o liquidando, en la práctica, el liderazgo anterior. Esta fue en general la norma después de la muerte de Perón en 1974: así sucedió con Menem contra Cafiero en 1988 -el único que disputó una interna partidaria formal- con Duhalde contra Menem en el 2002-2003 y con Kirchner contra Duhalde en el 2005. Liderazgos nuevos que se construían sobre la jubilación anticipada del líder anterior.

Luego de la muerte de Néstor Kirchner en 2010 -y después del big bang del 54% de Cristina- este esquema en el peronismo parece haber cambiado fundamentalmente. Se trató, en la práctica, de la construcción de una minoría permanente dentro del cuerpo peronista, con ideología, símbolos e historiografía propias, ubicado mas nítidamente a la izquierda y heredero de la tradición revolucionaria de la generación setentista argentina, devenida en cultura de centroizquierdas. La operación política se completó con el paso a degüello de otra generación política peronista, la de los “hijos del menemismo”, y el entronamiento de una nueva, hija de la crisis argentina del 2001, y deudora completamente de su poder a la nueva jefatura cristinista. La construcción acelerada de una nueva elite política. Paradojas de la Historia. Hacia adentro del movimiento peronista, este plan resultó ser un éxito rotundo: el kirchnerismo logró sobrevivir ante las derrotas frente a las cuales sus antecesores -el menemismo, el duhaldismo- sucumbieron. Ahora, el que pierde sigue conduciendo, y jubilar no se jubila nadie.

Visto desde hoy, el Frente de Todos profundizó esta dinámica, llevándola al paroxismo. Es un mecanismo diseñado para impedirle al peronismo mutar, porque para mutar necesitaría como rito de paso “matar al padre”, precisamente lo contrario a su premisa constitutiva: “sin Ella no se puede”. Por su mismo diseño, el peronismo espera a ese nuevo Mesías, al cuchillero que despojado del peso de las culpas, miedos y síndromes de Estocolmos se destaque de la fila y proceda a la operación parricida.

Sergio Massa fue ese hombre, en el momento más luminoso de su historia, y su presente político aliado al kirchnerismo grafica para todos la derrota de aquella rebelión. Si el más inteligente, audaz y astuto de los peronistas de su generación no pudo, y tiene su destino atado al de Cristina, ¿qué le queda a los demás?

Este mandato de obediencia no es sólo un problema hacia arriba en las alturas, en la elite del peronismo, sino también para abajo y hacia los costados, en sus cuadros medios y en su militancia. Estos años dieron lugar a un culto a la infalibilidad del Jefe (de la Jefa, en este caso) que no se registra en ningún peronismo del ’83 a esta fecha, ni siquiera en vida de Néstor Kirchner. Esto daba lugar, como práctica social, a la paradoja de personas que por origen sociológico y cultural rechazaban el principio de autoridad y verticalidad en cualquier ámbito de su vida privada y pública, salvo, claro está, en el de la política peronista. Deconstruidos en todo salvo en el peronismo. Un asfixiante coro soviético que le mató al peronismo hasta la picardía.

En todo caso, el Mesías no apareció, y eso obliga al peronismo a futuro a replantear seriamente sus esquemas conceptuales en relación al liderazgo. ¿Puede un peronismo más libre “deconstruir” la típica verticalidad peronista? ¿Ir hasta el fondo de sus concepciones y revisarlas? ¿Es posible pensar, aunque más no sea en ausencia del Rey, un Cabildo Abierto a la 1810? Si una parte de la izquierda pudo en su momento poner en cuestión la matriz leninista -de lejos, una de las estructuras mas autoritarias del siglo XX- tal vez no sea tan imposible. La idea de un peronismo libre parece un oxímoron para este peronismo criado al calor del “centralismo democrático”, pero el espíritu silvestre, disruptivo, rebelde, de verdaderas “patas en la fuente” a la ´17 de Octubre podría, tal vez, ser recuperado.

Pasar el disco del Frente de Todos al revés: donde dice “Sin Ella no se puede”, que se escuche “Con Ella no se pudo ni se puede”, donde canta “Sin la Unidad ganan los otros” poner “Con la Unidad ganó y ganarán para siempre”. El peronismo podría plantear su hoja de ruta posible, como probó George Constanza en un legendario capítulo de Seinfeld, haciendo exactamente lo contrario a lo que hace el Frente de Todos. Porque así como está, el Frente de Todos está matando al peronismo.

En este sentido, para el peronismo no kirchnerista el camino podría estar en el protestantismo y en la hibridación. Alejarse de la Santa Madre Iglesia y empezar a construir un camino distinto, múltiple, diverso, nuevo que nada tenga que ver con el “monolitismo” anterior. Hacer su propia interpretación de los textos sagrados, romper con Roma y bancarse el desierto que implica (un desierto, por otra parte, que de igual manera y con más indignidad ya transitan). Y asumir, con el necesario baño de humildad que eso implica, que con el peronismo sólo hace rato ya no alcanza, al menos no para construir una nueva mayoría popular que pueda transformar algo aunque sea en esta Argentina. Volviendo a la pregunta original, aquella del ser o la nada, si una justificación histórica le queda al peronismo en esta etapa es la de aportar, en el mejor lugar que pueda, a un proyecto de transformación que lo exceda. No cerrarse defensivamente en una identidad asediada, sino salir al encuentro de la Argentina del presente.

El radicalismo tuvo su 2001, el peronismo lo está teniendo aunque se asegura hacerlo así, con el freno de mano puesto, más en cámara lenta. Pero si el radicalismo renació hoy es porque en su momento murió. Asumió la crisis terminal. Hoy el FDT parece un respirador artificial sobre un cuerpo con muerte cerebral. ¿Vivo o no vivo? Mejor volver a empezar, construir nuevas herramientas para una renovación radical. Poco importa la semiótica, el folklore o el cotillón; el festival de símbolos que reemplazó a la práctica real de la política. Se trata de volver a pensar y actuar en clave de transformación de la realidad y no en su preservación.

Hace ya bastantes años, en pleno auge de los años 2000, Fernando Rinaldi, un amigo y compañero querido, hoy lamentablemente fallecido, y una de las mentes más lúcidas y penetrantes que conocí en el peronismo, solía contar que él pertenecía a “Peronistas Anónimos”: peronistas que quieren dejar de serlo. Nos reíamos, él también, pero subyacía una verdad latente. Si existiese algo mejor, algo superador, no tendría el menor problema en agarrar los bártulos e irse; la historia, de cualquier manera, uno la lleva puesta. El kirchnerismo no lo fue -él ya lo sospechaba en aquel momento- y esa nada circundante lo “retenía” en la vieja identidad. En la metáfora de Fer se cifra la de muchos.

¿Cómo trasmutar todo ese pasado -el del peronismo- en energía de futuro? La historia del peronismo podría ser algo así como su Antiguo Testamento, el núcleo cultural de valores, historias, leyendas y épicas que constituyen la “precuela” de algo verdaderamente nuevo. La crisis existencial del peronismo es la más profunda de su historia. El Templo se cayó ¿es viable o deseable reconstruirlo? ¿O mejor construir, desde sus cenizas, los pilares de una nueva fe?

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