5 de noviembre de 2022
Instituto Gestar

OJOS DE VIDEOTAPE

Texto publicado originalmente en Panamá Revista

Por: Paula Canelo

Empecemos por desafiar un tip de los artículos de opinión: nunca encabezarlos con una larga cita académica. Pero ésta será tan familiar para el lector o lectora que ahí va: “fallan simultáneamente las instituciones que hacen funcionar el vínculo social y la solidaridad (la crisis del Estado-providencia); las formas de relación entre la economía y la sociedad (la crisis del trabajo) y los modos de constitución de las identidades individuales y colectivas (la crisis del sujeto)”. Sigue: “De estas coordenadas nace tanto un fuerte sistema de exclusión social, como un profundo sentimiento de inseguridad personal y grupal, configurando un horizonte de creciente malestar colectivo que la política ya no se muestra capaz de contener.”

La cita bien podría haber sido escrita hoy, en esta Argentina al borde, por algún autor o autora preocupado/a, por ejemplo, por las consecuencias sociales de la pandemia. Pero no. La cita es de 1997, de La Nueva Era de la Desigualdades de Rosanvallon y Fitoussi.

Hoy, como en loop, aquellas coordenadas siguen bien al día: persisten el sistema de exclusión, el sentimiento de inseguridad y el malestar colectivo. Todos y todas podríamos estar de acuerdo en eso. También, probablemente, en la impotencia de la política para contener lo que cae en sus manos: la vemos (¿estará efectivamente?) encerrada en sus propias cavilaciones, cada vez más distante de una sociedad que le es cada vez más ajena (se trata de una apreciación general, que nadie se enoje). Y aclaremos: con “política” hablamos de un entramado institucional -gobierno, Estado, partidos- y de los actores que lo habitan, y no de esa dimensión que es inherente a toda relación social.

La pandemia no sólo profundizó la actualidad de la cita en loop sino que además volvió a nuestras sociedades más opacas. Opacas para la observación, ergo, para la comprensión, para la conducción, y etcéteras. La hipótesis de la mayor “visibilidad” en la excepción, con la que muchos y muchas comulgamos en el inicio, no se cumplió. Por el momento, los cambios que se produjeron entre nosotros como consecuencia de la pandemia permanecen tercamente ocultos tras ese telón que no se levanta, ni siquiera para los que pagaron platea.

¿Y los actores? Los actores que conocíamos ya no son desde hace rato. Ni el agro, ni la industria, ni los trabajadores, ni los empresarios, ni el Estado, ni los sindicatos, ni las organizaciones sociales, ni las clases medias, ni los ricos, ni los pobres, ni la derecha, ni la izquierda, ni el movimiento nacional-popular. Sin embargo, por ejemplo, para hablar de la puja distributiva seguimos invocando estereotipos de los años… ¿sesenta?: sentados alrededor de una gran mesa, grandes empresarios nacionales vs. trabajadores sindicalizados full time, sus intereses arbitrados por el Estado.

Si esos actores ya no son, tampoco son (deducimos) los clivajes con los que los etiquetábamos. Sin embargo, seguimos a caballo de las dicotomías que nos obligan a optar por crecimiento o inclusión social, justicia social o progreso individual, autoritarismo o democracia, derecha o izquierda. Intuimos, sí, que este mundo hoy gira bastante al revés, mientras lo seguimos mirando con ojos de video tape.

La Argentina de hoy no tiene centro.  Y con “falta de centro” no hablamos de la disolución del centro del espectro ideológico como consecuencia de la polarización hacia los extremos (derecha/izquierda); de eso hablamos mucho y a veces hasta lo hacemos bien. Aquí hablamos de otra cosa: de nuestra falta de vértice, de la ausencia de un punto donde encontrarnos, del extravío de aquello que nos es común.

¿Cómo apuntar entonces, con alguna chance de dar en el blanco, qué centro, qué vértice, qué actores, qué coaliciones? ¿Coaliciones? Una categoría de moda, pero a la que también hay que reconocerle potencia programática, performativa, hasta en la incertidumbre. Por ejemplo, los dirigentes intelectuales y políticos de la transición a la democracia, de aquel otro momento en el que, como hoy, era tan urgente pensar en para qué y cómo y con qué reconstruirnos por sobre la devastación (entonces, del autoritarismo) recurrieron a lo que tenían a mano (y a más) y las coaliciones fueron parte del repertorio. Y les fue bastante bien: encontraron en la democracia y su pacto un vértice posible. Un centro eficaz para establecer las condiciones de representación de aquella sociedad transicional, y las de su futuro.

Tan bien les fue, que desde entonces y hasta hoy todos y todas seguimos invocando ese vértice transicional. Hoy, invocando a la democracia creemos que podemos enfrentar al odio, a la injusticia, a la fragmentación, a la desigualdad, al autoritarismo. Sin embargo, al mismo tiempo, ese vértice parece estar perdiendo eficacia: ni se callan los discursos de odio, ni retroceden los que proponen más desigualdad, aunque invoquemos “democracia”.

Emilio De Ipola y Liliana De Riz recomendaban ejercitar lo que llamaban “estrabismo intelectual”. Extraña y bella metáfora para una idea muy simple: poner siempre un ojo en el pasado para poder, con el otro, entender algo del presente y, si somos realmente afortunados, prever algo del futuro.

Probemos: el ojo que mira hacia atrás nos muestra que aparentemente gustamos de ser conducidos por audaces pilotos de tormenta. Alfonsín, Menem, Néstor. Esos hombres que no lo supieron todo, pero que sí supieron mejor que nadie lo único imprescindible: para qué querían el poder. Qué pilotos aquéllos: capaces de formatear y nominar vértices, y de convocarnos detrás de la democracia y la vida, de la estabilidad y el Primer Mundo, de la normalidad y la distribución.

El ojo que mira hacia atrás también nos dice que toleramos bastante a disgusto al bipartidismo PJ-UCR y a sus derivados coalicionales: ¿se acuerdan de la Alianza y del después? Acordémonos siempre. Fue allí cuando, por debajo del alarido de la “antipolítica” (y a desconfiar siempre de esa palabrita) y de lo que quedó de un país, surgieron las criaturas políticas que dieron origen al bicoalicionalismo actual: kirchnerismo y macrismo. Que más tarde fueron Cambiemos, Juntos por el Cambio, el Frente de Todos.

Si las coaliciones nos sentaban mal, peor nos fue con el bicoalicionalismo reinante entre 2015 y 2022. Resultados, a la vista. ¿Será cierto que somos un país que sólo admite ser “decidido por arriba”? ¿Qué nuestra eterna demanda de saciedad sólo se interrumpe cuando, indestructible, brilla El Poder, con mayúsculas?

Así como viene siendo, el coalicionalismo no nos sienta bien. Aparentemente, hay dos cosas que le atraen particularmente y que no logramos digerir: los escritorios y las implosiones. Nos tiene a mal traer ese coalicionalismo de escritorio charlado mano a mano, café-asado-partida de golf-visita a Olivos de por medio, entre los y las que por algún motivo ya habitaban las alturas desde antes, convencidos y convencidas de que para representar y conducir a una sociedad alcanza con ubicar a algún que otro/a representante sectorial en algún despacho espacioso, y listo.

¿Y a la hora del reparto? Bueno. ¿Para qué preocuparse por toda la evidencia histórica que muestra, por ejemplo, que la balcanización del gobierno y del Estado (los loteos, los controles cruzados, la desconfianza intracoalición) llevaron casi siempre a la implosión? El gobierno del Frente de Todos nació con esta implosión adentro, y tal vez era imposible de otra forma. El gobierno de Cambiemos logró evitar la implosión por balcanización, pero implosionó porque pasaron cosas. Eso sí: ambas, implosiones autoinfligidas, en cuyas causas encontraremos muchos más errores propios que aciertos del adversario.

¿Y la sociedad? A las coaliciones de escritorio les cuesta eso de la sociedad. O (dicen las redes sociales) porque se sienten dueños y dueñas de un país que detestan o (dicen las redes sociales) porque no aceptan los cambios que sufrió esa sociedad con la que se llevaban tanto mejor en el pasado. Por lo que fuera, la distancia parece ser el signo de los tiempos. La que le hizo perder el termómetro no sólo a quienes están muy muy alto en la torre, sino también a quienes ocupan posiciones intermedias, las dirigencias (políticas, sindicales, empresariales, sociales, etc.) encargadas de articular las alturas con los territorios. Lo que se ve, al menos desde abajo, es que desde el aire no se ve. Ojos de video tape.

Hoy, de todas las fuerzas centrífugas que nos acechan, la más corrosiva no es la polarización entre derechas e izquierdas/progresismos/etcéteras, sino la creciente distancia entre gobierno-Estado-dirigencia por un lado y sociedad por el otro. Porque, ¿cuánta distancia más de aquellos y aquellas que deben mandar y/o articular puede soportar una sociedad devastada? 

El otro ojo, el del presente y el futuro, está muy en desventaja frente a su par. Las sociedades de esta pandemia tardía parecen comportarse como verdaderos cisnes negros: impredecibles, ingobernables, inescrutables, opacas, insaciables.

¿Cómo no ser prudente, entonces, al imaginar coaliciones para el futuro? ¿Cómo resistirse a la tentación de delegar en escribas más valerosos y optimistas la elaboración del menú que necesitamos? Estrabismo en mano, limitémonos a, primero, augurarle altas probabilidades de fracaso a las coaliciones de escritorio que quieran venir.

Y, segundo, a sospechar que la viabilidad de cualquier coalición dependerá de que logre apoyarse no sólo en su base sino también en un vértice. Dependerá de que sus protagonistas sepan (y puedan) representar algo más que a sí mismos; y sepan (¡qué tema éste!) ceder cuando toque y sea cual sea su parte, hacia un vértice común.

Coaliciones con un vértice lo más nítido posible, a las que no haya que preguntarles, como hoy: ¿poder, para qué?

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