Texto publicado originalmente en Panamá Revista
Por: Lucila De Ponti
“Alrededor del final del paisaje
del final del mar, del final del campo
se puede ver al horizonte perfectamente
voy a buscar un horizonte por las ventanas rotas”.
Andrés Calamaro.
Argentina no es, estadísticamente, la sociedad más desigual del continente. Pero si pudiéramos mirarla desde afuera diríamos sin dudarlo que en este territorio conviven Miami y Uganda. Hay una economía que viaja en avión y otra que anda en chancletas.
Revista Panamá nos invitó a escribir sobre una Nueva Coalición Argentina, y la invitación era también un escrito, donde se planteaban una serie de reflexiones. Entre ellas una pregunta que me quedó resonando: ¿Se puede articular el sector más dinámico de la economía argentina con el más sumergido?
No tengo la respuesta definitiva, pero asumo que sí. En cuanto la pretensión sea encontrar, como dijo Martín Rodríguez, una economía para el desierto argentino: ideas y sobre todo acciones, que nos permitan superar el estado de inercia.
El movimiento pendular de los ciclos históricos nacionales nos presenta una dinámica de serrucho en cualquier gráfico de indicadores económicos que ilustre un período de alrededor de 20 años. Por eso la urgencia por encontrar una, al menos una, política de Estado para un desarrollo que se sostenga en el tiempo.
No sé si se puede, pero definitivamente se debe, si es que nos proponemos desarmar las excusas que explican por qué a 40 años de la recuperación democrática no se pudo, no se supo o no se quiso mantener un rumbo, un horizonte.
Qué mejor momento para hablar de esto que ahora, cuando vivimos colectivamente un instante de reivindicación democrática que una oportuna película ha logrado instalar a pura lágrima en la clase media. Porque los problemas que nos quedan son esas miradas que faltaron en aquella primavera.
Repitámoslo. Argentina no es la sociedad más desigual del continente pero sí hay un aspecto clave que aparece como síntoma de la “latinoamericanización” de la sociedad argenta: la profunda reconfiguración del mundo del trabajo. A lo cual agregaría la grave incomprensión, o quizás la negación, de parte de los decisores políticos, empresarios, gremiales, respecto de esta nueva cuestión social en términos de lo que implica la transformación del mundo del trabajo en el sentido de las dificultades que presenta para sostener el orden social.
Para no herir prematuramente sensibilidades, no hablemos del fin del trabajo. Pero lo que no podemos callar es que la relación entre las personas y el trabajo se transformó. Una gran mayoría de trabajadores no saben si podrán construir, a partir de esta posición, un futuro de estabilidad. Podemos entonces hablar de la crisis letal de la sociedad salarial a partir de su estrechamiento y precarización. Desde el momento en que las puertas del salario se cerraron definitivamente para millones, y cada vez más millones, la condición de estabilidad e integración social que daba el trabajo quedó en jaque.
No podemos escaparle al tema si pensamos en cómo se construye una nueva coalición de argentinos y argentinas en busca de un horizonte. Porque si lo hacemos estaríamos ignorando a un elefante en la habitación. En los últimos 50 años la Población Económicamente Activa se incrementó un 138%. Y los puestos de trabajo formal un 49%. Hoy sólo el 45% de la PEA tiene un empleo en relación de dependencia con derechos laborales.
¿Qué pasa entonces con la mitad más uno restante? Se distribuyen en categorías como monotributistas, trabajadoras y trabajadores independientes, autónomos, de la economía popular, en relación de dependencia no registrados. Estas son las categorías que más crecen estadísticamente mientras la película de la demanda de empleo en el sector formal privado y público permanece más o menos estancada. Con diferencias, por supuesto, entre los distintos gobiernos según su inclinación, pero con una tendencia sostenida[1].
Esto es algo que vienen señalando analistas del mundo del trabajo de distintos encuadres políticos e ideológicos. Inclusive el más célebre sociólogo del país, Don Juan Carlos Torre, lo afirmó en una conocida entrevista con Carlos Pagni. Pero quienes conducen los espacios políticos mainstream parecieran encontrar en el tema unas de sus pocas coincidencias: ignorar el diagnóstico. Como si cerrando los ojos y contando hasta tres, la enfermedad remitiese. Se observa la situación como si estuviéramos situados en el lejano Siglo XX.
Lo escribo y lo subrayo: lejano. Las transformaciones sociales, culturales y económicas, que acontecieron a finales del siglo XX, que incluso llevaron a Eric Hosbawn a hablar de un siglo corto o, si se me permite el argentinismo, siglito XX, tuvieron la profundidad y la contundencia de un verdadero cambio de época que reconfiguró el orden social.
Para muchos fue una derrota. Los proyectos políticos revolucionarios, que proponían tomar el cielo por asalto, fueron heridos de muerte. Y las apuestas desarrollistas, que buscaban el crecimiento vía el derrame, quedaron al borde del knockout.
Una de las expresiones más notorias y dolorosas del cambio de época fue el estrechamiento y la precarización de la sociedad salarial. Que es el tipo de configuración social en la cual el salario es la relación laboral dominante para la gran mayoría de las personas en condiciones de trabajar. Donde el empleo asalariado representa el tipo de inscripción que garantiza la estabilidad de largo plazo y los derechos extendidos de la protección social, conquistados por la larga lucha de los trabajadores y trabajadoras organizados.
Esto que hablamos lleva décadas. El siglito terminó en 1989 y estamos en 2022. Ya pasaron 40 años de democracia y va siendo hora de que podamos trazar un camino para los próximos 40. Donde la prioridad sea definir cómo reducir el porcentaje de pobreza persistente en la población argentina, con el acceso al trabajo con derechos como una herramienta clave. Hace más de 25 años que Argentina tiene al menos al 20% de la sociedad debajo de la línea de pobreza. Nunca hemos logrado bajar de ahí. Hemos tenido mejores momentos y, generalmente, peores.
En nuestro país 1 de cada 5 familias argentinas nació y vivió (y murió, en muchos casos) en la pobreza. Son millones de familias. Generaciones enteras obligadas a encontrar estrategias de supervivencia en la informalidad y la precariedad. Atravesadas también por la violencia que esa desigualdad genera, por el resentimiento que la exclusión institucional va gestando, por la crueldad de mirar a otros desde el borde del camino. Un verdadero fuego valyrio ardiendo abajo de la sociedad fragmentada.
Mientras tanto, al tiempo que nos debatimos entre el futuro y la nostalgia, el mercado y sus soldados de hielo van tirando sobre la mesa nuevas y novedosas formas de explotación. La sujeción universal al consumo, y a su hermana, la deuda doméstica, la reversión de cabotaje del monotributo para asignarle a los trabajadores el costo de su propia protección, el avance de las economías de plataforma para supuestos trabajadores independientes con patrones y derechos invisibles. La dinámica del capital se las va arreglando para decirnos clara y cómodamente que no quiere ni necesita a esa masa de supernumerarios.
Visto así es sólo por capricho que los dirigentes políticos sigan menospreciando la magnitud del problema. La única respuesta que parece que se les cae es el dictado compulsivo de cursos de capacitación para incorporar a los trabajadores al empleo formal, o al trabajo genuino como lo llaman. Leyeron mal a Sarmiento y peor a Perón.
¿Llegará el día en que sea desterrada esa consigna cómoda, por ignorante, de transformar los planes sociales en trabajo genuino? No porque desee que los programas de subsidio al trabajo existan eternamente. Estas deben ser políticas para la emergencia. Pero me pregunto, ¿cuál es el sector formal de la economía que está demandando a esas personas? ¿En qué magnitud? ¿En qué condiciones? Para resolver el problema de la escasez de trabajo formal, el sector privado debería generar el doble de los puestos de trabajo que hoy emplea: ¿estamos siquiera en camino hacia ello? Con sinceridad interpelo: ¿cuál es el trabajo no genuino?
Ojo, del otro lado también se escuchan voces. Algunas se enfocan en el objetivo de proteger a los humanos a través de asignaciones monetarias universales. Otras tienden a proteger el trabajo, ampliando el abanico de actividades que se consideran empleo, incorporando la mirada del impacto social, ambiental, comunitario, que generan.
El planteo de las organizaciones de la economía popular surge como un paradigma económico de resistencia. Dicho así suena rimbombante, pero es un planteo simple, práctico y humanista: se reivindica el derecho al trabajo digno.
Se planta así frente a la operación cultural del neoliberalismo, que busca responsabilizar al individuo. Es decir, esa idea que sostiene que el pobre es pobre porque quiere. Porque sus incapacidades y su falta de mérito lo han hecho así. Pobre.
Y el rol de Estado, en este choque de visiones, es asumir dónde quiere posicionarse.
Gobernar es hoy no solo crear trabajo. También es reconocerlo. Cuidar es trabajar, limpiar es trabajar, reciclar basura es trabajar, vender algo por Instagram es trabajar, crear contenido audiovisual es trabajar, promover derechos es trabajar. El desafío que hay por delante es pensar si es posible una nueva institucionalidad que enmarque estas formas de trabajo en la inscripción al pleno acceso a los derechos sociales y colectivos que estructuran las dinámicas de integración social.
Hay mucha más tierra fértil en el campo de las ideas que se gestan desde abajo que lo que la inercia agrietada permite ver.
“¿Con qué -y con quienes- se come una nueva coalición en Argentina?”, dice la línea final de la provocación que convocó estas líneas.
Pienso que no será seguramente de la misma forma ni con los mismos que hace cuatro décadas configuraron el ciclo democrático.
Tendrá que ser sobre las deudas que ese ciclo no pudo saldar. Encontrando nuevas escaleras para salir del laberinto, que recuperen lo útil de aquello formateado para este tiempo.
Tendrá que ser con aquellos que puedan entender que el siglito terminó, y paren de hablar para escuchar, en la sonoridad de voces que no son las suyas, la expresión de las demandas del nuevo siglo. Habilitando otros puentes que permitan direccionar la conversación pública, para que las decisiones que se tomen salgan de procesos y no se impongan desde espacios.
Tendrán que fortalecerse los vínculos y los lazos que nos hacen a todos argentinos y argentinas. Para que, entre las ventanas rotas del país, pueda verse un horizonte de justicia social, una sustancialidad para nuestra democracia. Y caminemos hacia ahí.
[1] En esta nota en El DiarioAR el economista Pablo Chena profundiza sobre estas tendencias https://www.eldiarioar.com/economia/volver-homogeneizar-sociedad-fortalecer-gobernabilidad-democratica_129_9617636.html
[2] Castel, Robert; El ascenso de las incertidumbres, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2012.